1. LA IRONÍA


Hace dos años, conocí a una vieja mujer. Padecía una enfermedad de la que había creído que moriría. Tenía una parálisis completa del lado derecho. No tenía más que una mitad de sí misma en este mundo puesto que la otra ya le era extraña. Era una viejita inquieta y charlatana, a quien se había reducido al silencio y a la inmovilidad. Sola durante largas jornadas, sin instrucción, poco sensible, su vida entera se reducía a Dios. Ella creía en Él. Y la prueba es que tenía un rosario, un cristo de plomo y, en estuco, un San José con el Niño. Dudaba de que su enfermedad fuese incurable, pero lo afirmaba para que se interesasen por ella, entregándose por lo demás a Dios a quien tan imperfectamente amaba.
Aquel día, alguien se tomó interés por ella. Era un joven. (Él creía que había una verdad y sabía por lo demás que esta mujer iba a morir, sin inquietarse por resolver esta contradicción.) Había tomado un verdadero interés por la soledad de la vieja mujer. De eso, ella se había dado cuenta. Y este interés era una ganga inesperada para la enferma. Ella le contaba sus penas con animación: había cumplido su misión, y era preciso dejar el sitio a los jóvenes. ¿Que si se aburría? Naturalmente. Nadie le hablaba. Estaba en su rincón, igual que un perro. Era mejor acabar. Porque prefería morir que seguir siendo una carga para alguien.
Su voz se había agriado. Era una voz de mercado, de regateo. Por tanto, este joven comprendía. Era de opinión sin embargo que era preferible estar bajo el cuidado de otros que morir. Pero eso no probaba más que una cosa: que, sin duda, él nunca había estado a cargo de nadie. Y precisamente él decía a la vieja mujer —porque había visto el rosario—: “Le queda a usted Dios.” Era verdad. Pero incluso por esto mismo, la seguían fastidiando. Si le sucedía que se quedase un largo rato en oración, si su mirada se perdía en algún motivo del tapiz, su hija decía: “Mírala cómo sigue rezando” “¡Y a ti qué!”, decía la enferma. “No me importa, pero me pone nerviosa.” Y la vieja se callaba, dirigiendo a su hija una larga mirada cargada de reproches.
El joven escuchaba todo esto con una inmensa pena desconocida que le encogía el corazón. Y la vieja añadía: “Ya verá ella cuando sea vieja. ¡También ella lo necesitará!”
Se sentía a esta vieja mujer liberada de todo, salvo de Dios, entregada por entero a este mal último, virtuosa por necesidad, completamente persuadida de que lo que le quedaba era el único bien digno de amor, sumergida en fin, y sin otro remedio, en la miseria del hombre en Dios. Pero que renazca la esperanza y Dios no está forzosamente contra los intereses del hombre.
Se había sentado a la mesa. El joven estaba invitado a cenar. La vieja no comía, porque los alimentos son pesados por la noche. Se había quedado en su rincón, detrás del que la había escuchado. Y éste, al sentirse observado, comía mal. Sin embargo, la cena avanzaba. Para continuar esta reunión, decidieron ir al cine. Precisamente daban una película alegre. El joven había aceptado ir, un poco a la ligera, sin pensar en el ser que continuaba existiendo a sus espaldas.
Los comensales se habían levantado para ir a lavarse las manos, antes de salir. No se trataba, evidentemente, de que viniese también la vieja mujer. Aun cuando no hubiese estado impedida, su ignorancia no le permitía entender la película. Ella decía que no le gustaba el cine. En verdad, no lo entendía. Además, estaba en su rincón, y ponía un gran interés vacío en las cuentas de su rosario. Ponía en él toda su confianza. Los tres objetos que conservaba, indicaban para ella el punto material donde empezaba lo divino. A partir del rosario, del Cristo o del San José, tras de ellos, se abría un abismo negro profundo donde ella ponía toda su esperanza.
Todos estaban listos. Acercábanse a la anciana para besarla y desearle buenas noches. Ella había comprendido ya y apretaba con fuerza su rosario. Pero parecía que este gesto pudiese ser tanto de desesperación como de fervor. Todos la habían besado. No quedaba más que el joven. Él había apretado la mano de la mujer afectuosamente y se volvía ya. Pero la anciana veía marchar al que se había interesado por ella. Ella no quería estar sola. Sentía ya el horror de su soledad, el insomnio prolongado, el “tête à tête” desilusionado con Dios. Tenía miedo, ya no descansaba más que en el hombre, y pegándole al único ser que le había mostrado interés, no soltaba su mano, la apretaba, dándole las gracias torpemente para justificar esta insistencia. El joven estaba apurado. Los otros ya se volvían para invitarle a darse prisa. El espectáculo empezaba a las nueve y era mejor llegar un poco antes para no esperar en la taquilla.
Él se sentía en presencia de la desgracia más horrible que hubiese conocido todavía: la de una vieja mujer inválida a quien se abandona para marcharse al cine. El quería marcharse y escapar, no quería saber nada, trataba de retirar su mano. Durante un segundo, tuvo un odio feroz a esta vieja mujer y pensó en darle una bofetada sin más ni más.
Por fin se pudo retirar y marcharse, mientras que la enferma, incorporada en su sillón, veía desvanecerse con horror la única certeza en la que hubiera podido descansar. Ahora ya nada la protegía. Y entregada por entero al pensamiento de su muerte, no sabía exactamente lo que la asustaba, pero sentía que no quería estar sola. Dios no le servía para nada, más que para quitarle a la gente y dejarla sola. Ella no quería abandonar a la gente. Por eso se puso a llorar.
Los otros estaban ya en la calle. Un tenaz remordimiento trabajaba al joven. Levantó los ojos hacia la ventana iluminada, gran ojo muerto en la casa silenciosa. El ojo se cerró. La hija de la vieja mujer enferma dijo al joven: “Apaga la luz siempre cuanto está sola. Le gusta estar a oscuras.”

Este viejo triunfaba, juntaba las cejas, levantaba un índice sentencioso. Decía: “A mí, me daba mi padre cinco francos a la semana para divertirme hasta el sábado siguiente. Pues bien, todavía me las arreglaba para ahorrar unas perras. En primer lugar, para ir a ver a mi novia, me hacía cuatro kilómetros a la ida y cuatro al regreso a campo traviesa. Anda, anda, os lo digo yo, la juventud de hoy día ya no sabe divertirse.” Estaban alrededor de una mesa redonda, tres jóvenes y él, viejo. Él contaba sus pobres aventuras: ingenuidades miradas desde arriba, cansancios que él celebraba como victorias. No escatimaba los silencios en su narración, y, como tenía prisa por decirlo todo antes de que se marcharan, contaba de su pasado todo cuanto consideraba propio para impresionar a sus oyentes. Su único vicio era hacerse escuchar: no quería ver la ironía de las miradas y la brusquedad burlona que no le ocultaban. Él era para ellos el viejo de quien se sabe que todo iba bien en su época, aunque él creía ser el abuelo respetado cuya experiencia pesa siempre. Los jóvenes no saben que la experiencia es una derrota y que es preciso perderlo todo para saber un poco. Él había sufrido. Pero no decía nada. Es mejor parecer feliz. Y luego, si estaba equivocado en eso, hubiese sido mucho peor si hubiera pretendido conmover con sus desgracias. ¿Qué importan las desgracias de un viejo cuando la vida os ocupa por entero? Él hablaba y hablaba, y se recreaba en el tono gris de su voz ensordecida. Pero eso no podía durar. Su placer pedía un final y la atención de sus oyentes declinaba. Ya ni siquiera era entretenido; era viejo. Y a los jóvenes les gusta el billar y las cartas, que no se parecen al trabajo tonto de cada día.
Pronto se quedó solo, a pesar de sus esfuerzos y de sus mentiras para hacer más atrayente su narración. Sin ninguna consideración, los jóvenes le habían dejado. Nuevamente solo. No ser ya escuchado: eso es lo que es terrible cuando se es viejo. Se le condenaba al silencio y a la soledad. Se le daba a entender que iba a morir pronto. Y un hombre viejo que va a morir es inútil, incluso molesto e insidioso. Que se vaya. O por lo menos, que se calle: es lo menos que puede hacer. Y él sufre porque no puede callarse sin pensar que es viejo. Sin embargo, se levantó y se marchó, saludando a toda la gente a su alrededor. Pero no encontró más que rostros indiferentes o sacudidos por una alegría en la que no tenía derecho a participar. Un hombre se reía: “Es vieja, no digo que no, pero a veces es en las cazuelas viejas donde salen los mejores caldos.” Otro, ya más serio: “En casa no somos ricos, pero se come bien. Fíjate, mi nieto, come más que su padre. A su padre le basta con una libra de pan, ¡él necesita un kilo! Y venga de salchichón, y venga de camembert. A veces, cuando ha terminado, dice «¡Ham! ¡Ham!» y sigue comiendo.” El viejo se alejó. Y con su paso lento, un pasito de burro de carga, recorrió las largas aceras repletas de hombres. Se sentía mal y no quería volver a casa. De ordinario, le gustaba volver a encontrar la mesa y la lámpara de petróleo, los platos donde, maquinalmente, sus dedos encontraban su sitio. También le gustaba la cena en silencio, con la vieja sentada frente a él, masticando largamente los bocados, con el cerebro vacío y los ojos fijos y muertos. Esta noche, volvería más tarde. Con la cena servida y fría, la vieja estaría acostada, sin preocuparse, pues ya conocía sus retrasos imprevistos. Ella decía: “Está lunático”, y con eso estaba dicho todo.
Iba ahora, con su suave pasito repetido. Estaba solo y viejo. Al final de una vida, la vejez vuelve en nauseas. Todo conduce a que ya no se es escuchado. Él anda, da la vuelta a una esquina, tropieza, casi se cae. Yo le he visto. Es ridículo pero qué puede hacer uno. A pesar de todo, prefiere la calle, la calle, antes que esas horas en que, en su casa, la fiebre le medio oculta a la vieja y le aísla en su habitación. Entonces, algunas veces, se abre lentamente la puerta y se queda entreabierta durante un instante. Entra un hombre. Está vestido de claro. Se sienta frente al viejo y se calla durante largos minutos. Está inmóvil, como la puerta entreabierta de hace un momento. De vez en cuando, se pasa la mano por los cabellos y suspira despacio. Cuando ha mirado durante largo tiempo al viejo con la misma mirada cargada de tristeza, se marcha, silenciosamente. Tras de él, un ruido seco cae del pestillo y el viejo permanece allí, horrorizado, con su miedo ácido y doloroso en el vientre. Mientras que en la calle, no está solo, a poca gente que se encuentre. Siente su fiebre. Su pasito se hace más rápido: mañana todo cambiará, mañana. De repente descubre que mañana será semejante a hoy, y pasado mañana y todos los demás días. Y este irremediable descubrimiento le aplasta. Son ideas semejantes las que os hacen morir. Por no poder soportarlas se mata uno —o si se es joven, se hacen frases con ellas.
Viejo, loco, borracho, no se sabe. Su fin será un fin digno, sollozante, admirable. Morirá hermosamente, quiero decir en el dolor. Esto le servirá de consuelo. Y por otra parte, ¿a dónde ir?: él es viejo para siempre. Los hombres edifican sobre la vejez, que va a venir. A esta vejez asaltada por irremediables, quieren dar la ociosidad que les deja sin defensa. Quieren ser contramaestres para retirarse a un pequeño chalet. Pero una vez hundidos en la edad, saben bien que es falso. Necesitan a los otros hombres para protegerse. Y en cuanto a él, era preciso que le escuchasen para que él creyese en su vida. Ahora, las calles estaban más oscuras y menos concurridas. Todavía se escuchaban algunas voces. En la extraña paz de la noche, se hacían más solemnes. Tras las colinas que rodeaban a la ciudad, había todavía resplandores del día. Una humareda, imponente, que no se sabe de dónde había llegado, apareció por detrás de los árboles. Lentamente fue ascendiendo y se extendió como un pino. El viejo cerró los ojos. Ante la vida que se llevaba los alborotos de la ciudad y la sonrisa tonta, indiferente, del cielo, él estaba solo, desamparado, desnudo, muerto ya.
¿Es necesario describir el reverso de esta hermosa medalla? Se supone que en una habitación sucia y oscura la vieja ponía la mesa, que preparada la cena se sentó, miró la hora, esperó un poco y se puso a comer con apetito. Ella pensaba: “Está lunático.” Estaba dicho todo.

Eran cinco: la abuela, su hijo menor, la hija mayor y los dos niños de esta última. El hijo era casi mudo; la hija, paralítica, pensaba a duras penas, y, de los dos hijos, uno trabajaba ya en una compañía de seguros cuando el más pequeño continuaba sus estudios. A los sesenta años, la abuela dominaba todavía este pequeño mundo. En la cabecera de la cama, podía verse un retrato suyo en el que, cinco años más joven, erguida dentro de un vestido negro, cerrado en el cuello por un medallón, sin arrugas, con inmensos ojos claros y fríos, tenía este porte de reina que no resignó más que con la edad y que a veces trataba de encontrar en la calle.
Es a esos ojos claros a los que su nieto debía un recuerdo del que todavía se avergonzaba. La vieja mujer esperaba a que hubiese visitas para preguntarle, mirándole severamente: “¿A quién quieres más, a tu madre o a tu abuela?” Las cosas se arreglaban cuando la hija estaba presente. Pues en todos los casos, el niño contestaba: “A mi abuela”, frenando, en su corazón, un gran impulso de amor hacia esta madre que se callaba siempre. O entonces, cuando a los visitantes les extrañaba esta preferencia, la madre decía: “Es que se ha criado con ella.”
Así es como la vieja mujer creía que el amor es una cosa que se exige. Sacaba de su conciencia de buena madre de familia una especie de rigidez e intolerancia. Ella jamás había engañado a su marido y le había dado nueve hijos. Tras de su muerte, había educado a su pequeña familia con energía. Partidos de su granja de las afueras, habían ido a dar a un viejo barrio pobre que habían habitado siempre.
Y, ciertamente, no le faltaban cualidades a esta vieja mujer. Pero para sus nietos, que estaban en la edad de los juicios absolutos, no era más que una comediante. Uno de sus tíos les había contado una historia significativa. Es que, viniendo un día a visitar a la abuela, la vio desde lejos, sin hacer nada, en la ventana. Pero lo recibió con un trapo en la mano y siguió limpiando, excusándose del poco tiempo que le dejaban los cuidados de la casa para ese menester. Y hay que reconocer que todo era así. Se desmayaba con gran facilidad al acabar una discusión en familia. Padecía también vómitos debidos a una enfermedad del hígado. Pero no tenía discreción alguna en el ejercicio de su enfermedad. Lejos de retirarse, vomitaba ruidosamente en el cubo de la basura de la cocina. Y cuando volvía junto a los suyos, pálida, con los ojos llenos de lágrimas por el esfuerzo, si le rogaban que se acostase, en seguida recordaba la cocina y lo que allí tenía por hacer, y el papel que desempeñaba en la dirección de la casa: “Soy yo quien hace todo aquí.” Y también: “¡Qué sería de vosotros como llegara a faltar yo!”
Los niños se acostumbraron a no hacer caso de sus vómitos, de sus “ataques”, como ella decía, ni de sus quejas. Un día se metió en la cama y mandó llamar al médico. Para complacerla lo hicieron venir. El primer día no vio más que malestar general, el segundo, un cáncer de hígado, y el tercero, una ictericia grave. Pero el más pequeño de los dos hijos se empeñaba en no ver en ello más que una nueva comedia, un fingimiento más refinado. No estaba preocupado. Esta mujer le había oprimido demasiado para que sus primeras impresiones pudieran ser pesimistas. Y hay una especie de valentía desesperada en la lucidez y en la negativa a amar. Pero fingiendo la enfermedad, puede llegarse efectivamente a sentirla: la abuela fue tan lejos en su simulación que llegó a la muerte. El último día, asistida por sus hijos, estaba liberándose de sus fermentaciones intestinales. Se dirigió con sencillez a uno de sus nietos: “Ves —dijo—, me tiro pedos como un cerdito.” Una hora después se murió.
Su nieto, se daba bien cuenta ahora, no había comprendido gran cosa. No podía apartar la idea de que esta mujer había representado ante él la última y más monstruosa de sus simulaciones. Y si se preguntaba si sentía alguna pena por su muerte, no sentía ninguna. Únicamente el día del entierro, a causa de la explosión general de lágrimas, lloró, pero con el temor de no ser sincero y de mentir delante de la muerte. Era una hermosa mañana de invierno soleada. En el azul del cielo, se adivinaba el frío revestido de amarillo. El cementerio dominaba la ciudad, y podía verse cómo caía el sol transparente sobre la bahía temblorosa de luz, como un labio húmedo.

¿Que todo eso no puede conciliarse? Hermosa verdad. Una mujer a quien se abandona para ir al cine, un viejo al que ya no se le escucha, una muerte que no rescata nada y luego, al otro lado, toda la luz del mundo. ¿Qué importa eso, si se acepta todo? Se trata de tres destinos semejantes y sin embargo diferentes. La muerte para todos, pero para cada cual su muerte. Después de todo, el sol nos calienta hasta los huesos.