2. ENTRE EL SÍ Y EL NO


Si es cierto que los únicos paraísos son los que se han perdido, yo sé cómo llamar a este algo tierno e inhumano que me habita hoy. Un emigrante vuelve a su patria. Y yo, me acuerdo. Ironía, rigidez, todo se calla y heme aquí repatriado. No quiero rumiar felicidad. Es mucho más sencillo y es mucho más fácil. Pues de estas horas que, desde el fondo del olvido, yo traigo hacia mí, se ha conservado sobre todo el recuerdo intacto de una pura emoción, de un instante suspendido en la eternidad. Eso solamente es verdad en mí y yo lo sé siempre demasiado tarde. Amamos la elegancia de un gesto, la oportunidad de un árbol en el paisaje. Y para recrear todo este amor, no tenemos más que un detalle, pero que es suficiente: un olor de habitación demasiado tiempo cerrada, el sonido singular de un paso por la carretera. Así me ocurre a mí. Y si entonces amase entregándome, sería yo mismo puesto que no hay más que el amor para volvernos a nosotros mismos.
Lentas, pacíficas y graves, estas horas vuelven, tan fuertes, tan conmovedoras —porque es de noche, porque la hora es triste y porque hay una especie de deseo impreciso en el cielo sin luz. Cada gesto encontrado me revela a mí mismo. Un día me han dicho: “Es tan difícil vivir.” Y yo me acuerdo del tono. Otra vez alguien ha murmurado: “El peor error, es hacer sufrir todavía.” Cuando todo se ha acabado, la sed de vida está apagada. ¿Es eso lo que se llama felicidad? Repasando estos recuerdos, cubrimos todo con el mismo ropaje discreto y la muerte se nos presenta como una tela de fondo de tonos viejos. Volvemos sobre nosotros mismos. Sentimos nuestra miseria y nos amamos mejor. Sí; es quizá eso la felicidad, el sentimiento compasivo de nuestra desgracia.
Así ocurre esta noche. En este café moro, al extremo de la ciudad árabe, me acuerdo no de una felicidad pasada, sino de un extraño sentimiento. La noche ha caído ya completamente. Sobre las paredes, unos leones de amarillo canario persiguen a unos jeques vestidos de verde, entre palmeras de cinco ramas. En un rincón del café, una lámpara de acetileno proyecta una luz imprecisa. El alumbrado real lo produce el hogar, al fondo de un pequeño horno con esmaltes verdes y amarillos. La llama ilumina el centro de la estancia y yo siento sus reflejos en mi cara. Estoy de frente a la puerta y a la amplia ventana. Acurrucado en un rincón, el dueño del café parece que mira a mi vaso vacío, con una hoja de menta en el fondo. No hay nadie en la sala, se oyen lejanos los ruidos de la ciudad, a lo lejos se ven las luces sobre la bahía. Oigo al árabe que respira profundamente, y sus ojos brillan en la penumbra. A lo lejos, ¿es el ruido del mar?, el mundo suspira hacia mí en un ritmo largo y me trae la indiferencia y la tranquilidad de lo que no muere. Unos grandes reflejos rojos hacen ondularse a los leones en la pared. El aire viene fresco. Una sirena se escucha en el mar. Los faros empiezan a girar: una luz verde, otra roja, otra blanca. Y siempre este gran suspiro del mundo. Una especie de canto secreto nace de esta indiferencia. Y heme aquí repatriado. Pienso en un niño que vivió en un barrio pobre. ¡Este barrio, esta casa! No tenía más que un piso y en las escaleras no había una mala bombilla. Ahora todavía, tras largos años, podría volver allí en plena noche. Él sabe que subiría la escalera sin tropezar ni una vez. Su cuerpo mismo está impregnado de esta casa. Sus piernas conservan en ellas la altura exacta de los escalones. Su mano, el horror instintivo, nunca dominado, de la barandilla de la escalera. Y era a causa de las cucarachas.
En las tardes de verano, los obreros se ponen al balcón. En su casa, no había más que una pequeña ventana. Entonces, se bajaban unas sillas delante de la casa y se tomaba el fresco. Había la calle, los vendedores de helados próximos, los cafés de enfrente, y los ruidos de los niños que corrían de puerta en puerta. Pero sobre todo, entre los grandes ficus, estaba el cielo. Hay una soledad en la pobreza, pero una soledad que da a cada cosa su precio. En un cierto grado de riqueza, el mismo cielo y la noche estrellada parecen bienes sobrenaturales. Pero en lo bajo de la escala, el cielo vuelve a tomar su sentido pleno: una gracia sin precio. ¡Noches de verano, misterios donde titilan las estrellas! Había detrás del niño una cloaca y su sillita, desvencijada, se hundía un poco con su peso. Pero él, con los ojos levantados al cielo, se embriagaba con la noche pura. A veces pasaba un tranvía, grande y rápido. Un borracho canturreaba en la esquina de una calle sin llegar a perturbar el silencio.
La madre del niño estaba también silenciosa. En ciertas ocasiones, le preguntaba: “¿En qué estás pensando?” “En nada”, contestaba ella. Y es verdad. Todo está en eso, es decir, nada. Su vida, sus intereses, sus hijos se limitan a estar ahí, con una presencia demasiado natural para ser sentida. Ella ya estaba achacosa, a duras penas si pensaba. Tenía una madre ruda y dominante, que sacrificaba todo a un amor propio agudizado y que había dominado largamente el débil espíritu de su hija. Emancipada por el matrimonio, había vuelto a ser dócil, una vez que murió el marido. Había muerto en el campo del honor, como dicen. En sitio preferente, puede verse en un marco dorado la cruz de guerra y la medalla militar. El hospital ha mandado además a la viuda un pequeño trozo de metralla encontrado en las carnes. La viuda lo ha conservado. Hace mucho tiempo que no tiene pena ya. Ella ha olvidado a su marido, pero habla todavía del padre de sus hijos. Para educar a estos últimos, trabaja y da el dinero a su madre. Esta educa a los niños con un vergajo. Cuando golpea demasiado fuerte, su hija le dice: “No pegues en la cabeza.” Porque son sus hijos, y les quiere. Les quiere con un amor igual, que jamás se ha revelado a ellos. Algunas veces, como en esas tardes que él recuerda, al volver del trabajo agobiada (asiste en algunas casas), encuentra la casa vacía. La vieja está de recados, los niños todavía están en el colegio. Ella se deja caer en una silla y, con la vista perdida, deja correr los ojos por una ranura de la tarima distraídamente. A su alrededor, se hace noche ciega y este mutismo es de una desolación irremediable. Si el niño entra en ese momento, distingue la delgada silueta de hombros huesudos y se para: tiene miedo. Él empieza a sentir ya muchas cosas. Apenas si se ha dado cuenta de su propia existencia. Pero le cuesta llorar en presencia de este silencio animal. Tiene compasión de su madre, ¿es eso amarla? Ella jamás lo ha acariciado, ya que no sabría. Él se queda entonces largos minutos mirándola. Sintiéndose como extraño, toma conciencia de su pena. Ella no le oye, pues es sorda. Dentro de un momento, la vieja volverá, la vida renacerá: la luz redonda de la lámpara de petróleo, el hule, los gritos, las palabras gruesas. Pero ahora, este silencio señala una parada, un instante único. Por sentir eso confusamente, el niño cree sentir en el impulso que le domina, amor por su madre. Y es necesario, ya que después de todo, es su madre.
Ella no piensa en nada. Fuera, la luz, los ruidos; aquí el silencio en la noche. El niño crecerá, aprenderá. Se le educa, le pedirán reconocimiento, como si le evitase el dolor. Su madre tendrá siempre estos silencios. Él crecerá en el dolor. Ser un hombre, eso es lo que cuenta. Su abuela se morirá, después su madre, él.
La madre se ha estremecido. Ha tenido miedo. Él se queda como bobo mirándola de esa forma. Que se vaya a hacer los deberes. El niño ha hecho sus deberes. Hoy está en un café sórdido. Es ahora un hombre. ¿No es eso lo que cuenta? Hay que creer que no es así, ya que hacer sus deberes y aceptar ser un hombre conduce solamente a ser viejo.
El árabe en su rincón, sigue acurrucado, con los pies entre las manos. De las terrazas sube un olor a café tostado y el charloteo animado de voces jóvenes. Un remolcador da otra vez su nota grave y suave. El mundo se acaba aquí como cada día y, de todos sus tormentos sin medida, nada queda ahora más que esta promesa de paz. ¡La indiferencia de esta madre extraña! No hay más que esta inmensa soledad del mundo que me dé su medida. Una noche, habían llamado a su hijo —ya mayor— junto a ella. Un susto grande le había provocado una seria conmoción cerebral. Ella tenía la costumbre de salir al balcón al atardecer. Cogía una silla y colocaba su boca sobre el hierro frío y salado del balcón. Miraba a la gente que pasaba. Tras de ella, iba cayendo la noche poco a poco. Delante de ella, las tiendas se iluminaban bruscamente. La calle se llenaba de gente y de luces. Ella se perdía en una contemplación sin objeto. Aquella noche de que hablo, un hombre había surgido detrás de ella, la había arrastrado, golpeado y había huido al oír ruido. Ella no había visto nada, y se había desvanecido. Cuando su hijo llegó estaba acostada. Por consejo del médico decidió pasar la noche junto a ella. Se tumbó en la cama, a su lado, encima de las colchas. Era en verano. El miedo del drama reciente se arrastraba todavía por la habitación excesivamente caldeada. Unos pasos chirriaban y las puertas rechinaban como los pasos. En el aire pesado, flotaba el olor del vinagre con que habían aliviado a la enferma. Ella, por su parte, se agitaba, gemía, se sobresaltaba a veces bruscamente. Ella le sacaba entonces de cortas somnolencias, de las que salía empapado de sudor, ya espabilado, y en las que volvía a caer, pesadamente, tras una mirada al reloj en el que bailaba, repetida tres veces, la llama de lamparilla. No fue sino mucho más tarde cuando se dio cuenta de lo solos que habían estado aquella noche. Solos contra todos. Los “otros” dormían, a la hora en que los dos respiraban con fiebre. En esta vieja casa, todo parecía hueco entonces. Los tranvías de la media noche se llevaban al alejarse toda la esperanza que nos viene de los hombres, todas las certezas que nos da el ruido de las ciudades. La casa resonaba todavía con su paso y todo se apagaba gradualmente. No quedaba ya más que un gran jardín de silencio donde crecían a veces los gemidos miedosos de la enferma. Él jamás se había encontrado más desolado. El mundo se había disuelto y, con él, la ilusión de que la vida vuelve a empezar todos los días. Nada existía ya, estudios o ambiciones, preferencias en el restaurant o colores favoritos. Nada más que la enfermedad y la muerte en las que se sentía hundido... Y sin embargo, a la misma hora en que se hundía el mundo, él vivía. E incluso había terminado por quedarse dormido. No sin embargo sin llevarse la imagen desesperante y tierna de una soledad de dos. Más tarde, mucho más tarde, debería recordar ese olor mezclado de sudor y de vinagre, ese momento en que había sentido los lazos que le unían a su madre. Como si ese olor fuese la inmensa compasión de su corazón, extendida a su alrededor, hecha cuerpo y representando, con aplicación, sin preocupación de impostura, el papel de una pobre mujer vieja de destino conmovedor.
Ahora el fuego se había cubierto de cenizas en el hogar. Y siempre el mismo suspiro de la tierra. Una derbuka dejaba oír su canto, una voz de mujer que se ríe lo acompaña. Unas luces se adelantan por la bahía —sin duda las barcas de pesca que regresan a la dársena. El trozo de cielo que domino desde mi sitio está limpio de nubes. Tapizado de estrellas, se agita bajo un soplo puro y las alas de fieltro de la noche giran a mi alrededor. ¿Hasta dónde llegará esta noche en la que ya no me pertenezco? Hay una virtud peligrosa en la palabra “sencillez”. Y esta noche, yo comprendo que se puede querer morir porque, ante la mirada de una cierta transparencia de la vida, ya nada tiene importancia. Un hombre padece y sufre desgracia tras desgracia. Las soporta, se instala en su destino. Le estiman. Y luego, una noche, nada: encuentra a un amigo a quien ha querido mucho. Éste le habla distraídamente. Al volver a casa, el hombre se suicida. En seguida viene el hablar de disgustos íntimos y de drama secreto. No. Y si se necesita absolutamente una causa, se ha matado porque un amigo le ha hablado distraídamente. Así, cada vez que me ha parecido sentir el sentido profundo del mundo, es su sencillez lo que me ha conmovido siempre. Mi madre, aquella noche, y su extraña indiferencia.
Otra vez, vivía yo en un chalet de las afueras, sólo con un perro, un gato y una gata, y sus gatines negros. La gata no podía amamantarlos. Uno a uno todos iban muriendo. Llenaban la habitación de suciedad. Y cada noche, al volver, encontraba a uno patas arriba con el hocico retorcido. Una noche, encontré al último a medio comer por su madre. Ya olía mal. El olor de muerte se mezclaba con el de orina. Me senté entonces en medio de toda esta miseria y, con las manos en la basura, respirando este olor de podredumbre, miré durante largo rato la llama demente que brillaba en los ojos verdes de la gata, quieta en su rincón. Sí. Es también así esta noche. En un cierto grado de miseria, ya nada conduce a más nada, ni la esperanza ni la desesperanza parecen fundadas, y la vida toda entera se resume en una imagen. ¿Pero por qué pararse en eso? Sencillo, todo es sencillo, en las luces de los faros, una verde, una roja, una blanca; en el fresco de la noche y en los olores de ciudad y de miseria que suben hasta mí. Si esta noche, es la imagen de una cierta infancia lo que vuelve a mí, ¿cómo no recoger la lección de amor y de pobreza que puedo sacar de ella? Puesto que esta hora es como un intervalo entre el sí y el no, dejo para otras horas la esperanza o el disgusto de vivir. Sí; recoger solamente la transparencia y la sencillez de los paraísos perdidos: en una imagen. Y es así como no hace mucho tiempo, en una casa de un viejo barrio, un hijo ha ido a ver a su madre. Se han sentado frente a frente, en silencio. Pero sus miradas se encuentran:
—¿Qué tal, mamá?
—Pues, ya ves.
—¿Te aburres? ¿No hablo mucho?
—Oh, tú nunca has hablado mucho.
Y una hermosa sonrisa se dibuja sobre su rostro. Es verdad, él jamás le ha hablado. ¿Pero qué necesidad había, en verdad? Callándose, se aclara la situación. Él es su hijo, ella es su madre. Ella puede decirle: “Tú lo sabes.”
Ella está sentada en el diván, con los pies juntos, con las manos encima de las rodillas. Él, en su silla, apenas la mira y fuma sin descanso. Un silencio.
—No deberías fumar tanto.
—Es verdad.
Todo el olor del barrio se cuela por la ventana. El acordeón del café vecino, la circulación más rápida por la noche, el olor de los asadores de carne que se come entre pequeños panes alargados, un niño que llora en la calle. La madre se levanta y coje su labor de punto. Tiene dedos hinchados, que el atritismo ha deformado. No trabaja de prisa, volviendo a repetir tres veces la misma malla o deshaciendo toda una hilera con un sordo crepitar.
—Es un pequeño chaleco. Me lo pondré con un cuello blanco. Con eso y mi abrigo negro, estaré vestida para la temporada.
Se ha levantado para dar la luz.
—Anochece ahora pronto.
Era verdad. Ya no era verano y todavía no había llegado el otoño. En el cielo tranquilo, chillaban unos vencejos.
—¿Volverás pronto?
—Pero si todavía no me he ido. ¿Por qué me dices eso?
—No; era por decirte algo.
Pasa un tranvía. Un auto.
—¿Es verdad que me parezco a mi padre?
—Oh, tu padre pero que ni pintado. Desde luego; no lo has conocido. Tenías seis meses cuando murió. ¡Pero si tuvieses un bigotito!
Ha hablado de su padre sin convicción. Ningún recuerdo, ninguna emoción. Sin duda, un hombre como tantos otros. Por otra parte, había partido para el frente con entusiasmo. Cayó en el Marne, con el cráneo abierto. Estuvo ciego y agonizante durante una semana: se le había inscrito en el monumento a los muertos de su pueblo.
—En el fondo —dice ella—, es mejor. Hubiera vuelto ciego o loco. Entonces, el pobre...
—Es verdad.
¿Y qué es pues lo que le retiene en esta habitación, sino la certeza de que así es mejor, el sentimiento de que toda la absurda sencillez del mundo se ha refugiado en esta habitación?
—¿Volverás? —dice ella—. Ya sé que tienes mucho trabajo. Pero bueno, de vez en cuando...
Pero a esta hora, ¿donde estoy? ¿Y cómo separar este café desierto de esta habitación del pasado? Ya no sé bien si vivo o si recuerdo. Las luces de los faros están ahí. Y el árabe que está de pie ante mí, me dice que va a cerrar. Hay que salir. Yo no quiero bajar esta pendiente tan peligrosa. Es cierto que miro por última vez la bahía y sus luces, que lo que sube entonces hacia mí no es la esperanza de días mejores, sino una indiferencia serena y primitiva para todo y para mí mismo. Pero hay que romper esta curva demasiado blanda y demasiado fácil. Necesito mi lucidez. Sí; todo es sencillo. Son los hombres quienes complican las cosas. Que no nos vengan con cuentos. Que no nos digan del condenado a muerte: “Va a pagar su deuda con la sociedad”, sino: “Le van a cortar la cabeza.” No parece nada, pero es una pequeña diferencia. Y después, hay gente que prefiere mirar a su destino en los ojos.