PREFACIO A LA EDICIÓN DE 1959


Los ensayos reunidos en este volumen han sido escritos en 1935 y 1936 (tenía entonces yo veintidós años) y publicados un año después, en Argelia, en pequeño número de ejemplares. Hace mucho tiempo que esta edición es inencontrable y yo siempre me he negado a la reimpresión de Anverso y Reverso.
Mi obstinación no obedece a misteriosas razones. Yo no reniego nada de lo que hay expresado en esos escritos, pero su forma siempre me ha parecido desmañada. Los prejuicios que a pesar mío tengo sobre el arte (ya lo explicaré más adelante) me han impedido durante largo tiempo el pensar en reeditados. Gran vanidad, aparentemente, y que dejaría suponer que mis otros escritos satisfacen a todas las exigencias. ¿Necesito precisar que no hay nada de eso? Pasa únicamente que soy más sensible a las imperfecciones de Anverso y Reverso que a otras, que no ignoro por lo demás. ¿Cómo explicarlo sino reconociendo que las primeras interesan, y traslucen un poco, el tema que más me llega al corazón? Estando resuelta la cuestión de su valor literario, puedo confesar, en efecto, que el valor de testimonio de este librito es, para mí, considerable. Digo que para mí, pues es ante mí ante quien atestigua, y a mí al que le exige una fidelidad cuya dificultad y profundidades soy el único que conoce.
Brice Parain pretende frecuentemente que este librito contiene lo mejor que yo he escrito. Parain se equivoca. No lo digo, conociendo su lealtad, por causa de esta impaciencia que todo artista experimenta ante los que tienen la impertinencia de preferir lo que ha sido a lo que es. No; se equivoca, porque a los veintidós años, excepto los genios, apenas se sabe escribir. Pero comprendo lo que Parain, sabio enemigo del arte y filósofo de la compasión, quiere decir. Quiere decir, y tiene razón, que hay más amor verdadero en estas páginas desmañadas que en todas las que han seguido después.
Cada artista guarda, así, en el fondo de sí mismo, un manantial señero que alimenta durante su vida lo que es y lo que dice. Cuando se agota el manantial, se ve cómo poco a poco la obra se endurece y se seca, agrietándose. Son las tierras ingratas del arte que ya no riega la corriente invisible. Cuando el cabello se hace ralo y se seca, el artista, cubierto de pajas secas, está maduro para el silencio, o para los salones, que equivale a lo mismo. En cuanto a mí, yo sé que mi manantial está en Anverso y Reverso, en este mundo de pobreza y de luz en el que tan largo tiempo he vivido y cuyo recuerdo me preserva todavía de dos peligros contrarios que amenazan a todo artista: el resentimiento y la satisfacción.
En primer lugar, la pobreza jamás ha sido para mí una desgracia: la luz sembraba en ella sus riquezas. Incluso mis rebeliones han sido iluminadas por ella. Fueron casi siempre, y creo que lo puedo decir sin hacer trampa, rebeliones para todos, y para que la vida de todos sea levantada en la luz. No es seguro que mi corazón estuviese naturalmente dispuesto a esta clase de amor. Pero me han ayudado las circunstancias. Para corregir una indiferencia natural, yo fui colocado en la distancia intermedia entre la miseria y el sol. La miseria me impidió el creer que todo está bien bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no es todo. Cambiar la vida, sí, pero no el mundo, del que yo hacía mi divinidad. Así es, sin duda, como abordé esta inconfortable carrera en que me encuentro, metiéndome con inocencia a caminar sobre un hilo de equilibrio por el que avanzo penosamente, sin estar seguro de alcanzar la meta. Dicho de otro modo, me convertí en un artista, si es cierto que el arte no existe sin negativa y sin consentimiento.
En todos los casos, el hermoso calor que reinaba sobre mi infancia me ha privado de todo resentimiento. Yo vivía en la estrechez, pero también en una especie de gozo. Sentía en mí fuerzas infinitas: necesitaba únicamente encontrarles un punto de aplicación. No era la pobreza la que obstaculizaba estas fuerzas: en África, el mar y el sol no cuestan nada. El obstáculo estaba más bien formado por los prejuicios o la tontería. Tenía con ello todas las ocasiones para desarrollar una “castillanería” que me ha perjudicado bastante, que critica con razón mi amigo y maestro Jean Grenier, y que en vano he tratado de corregir, hasta el momento en que comprendí que había también una fatalidad de las naturalezas. Era preferible entonces aceptar su propio orgullo y tratar de hacerlo antes que entregarse, como dice Chamfort, a principios más fuertes que su carácter. Pero después de haberme preguntado a mí mismo, puedo dar fe de que, entre mis numerosas debilidades, jamás ha figurado el defecto más extendido entre nosotros, quiero decir el de la envidia, verdadero cáncer de las sociedades y de las doctrinas.
El mérito de esta afortunada inmunidad no me corresponde. Se la debo a los míos, en primer lugar; a ellos, a quienes les faltaba casi todo y casi no envidiaban nada. Con su silencio únicamente, con su reserva, con su orgullo natural y sobrio, esta familia, que ni siquiera sabía leer, me dio entonces mis más elevadas lecciones, que siguen durando. Y luego, que yo mismo estaba demasiado ocupado en sentir para pensar en otra cosa. Todavía ahora, cuando veo la vida de los poseedores de grandes fortunas en París, hay compasión en el alejamiento que me inspiran. Se encuentran muchas injusticias en el mundo, pero hay una de la que nunca se habla, que es la del clima. Sin saberlo yo, durante mucho tiempo he estado siendo uno de los aprovechados de esta injusticia. Oigo aquí las acusaciones de nuestros feroces filántropos si me leyesen. Yo quiero hacer pasar a los obreros por ricos y a los burgueses por pobres con el fin de hacer más duradera la feliz servidumbre de unos y el poder de otros. No; no es eso. Al contrario, cuando la pobreza se conjuga con esta vida sin cielo y esperanza que yo he conocido al llegar a la edad madura en los horribles suburbios de nuestras ciudades, entonces se ha consumado la última y más sublevante injusticia: hay que hacer lo indecible, en efecto, para que estos hombres escapen a la doble humillación de la miseria y de la sordidez. Nacido pobre, en un barrio obrero, no sabía sin embargo lo que era la auténtica desgracia antes de conocer nuestros fríos arrabales. Incluso la extremada miseria árabe no puede compararse con ellos, bajo cielos diferentes. Pero una vez que se han conocido los suburbios industriales, se siente uno manchado para siempre, creo yo, y responsable de aquellas existencias humanas.
Lo que he dicho no es menos verdad. A veces encuentro a gentes que viven en medio de fortunones que ni siquiera me puedo imaginar. Sin embargo, necesito un esfuerzo para llegar a comprender el que estas fortunas puedan ser envidiadas. Durante ocho días, hace ya mucho tiempo, viví rodeado de todos los bienes de este mundo: dormíamos al aire libre, en una playa; comía frutas y pasaba la mitad de mis días en el agua y sin nadie. Aprendí en aquella época una verdad que me ha inclinado siempre a recibir las señales del confort, o de la instalación, con ironía, impaciencia, y algunas veces con furia. Aunque ahora viva sin preocupaciones por el día de mañana, es decir como privilegiado, yo no sé poseer. Lo que tengo, y que me es ofrecido siempre sin que yo lo busque, de todo eso no puedo guardar nada. Me parece que menos por prodigalidad, que por otra clase de parsimonia: soy un avaro de esta libertad que desaparece en el momento en que empieza el exceso de bienes. El mayor de los lujos jamás ha dejado de coincidir para mí con cierto desprendimiento. Amo la casa desnuda de los árabes o de los españoles. El lugar en que prefiero vivir y trabajar (y, cosa más rara, donde me daría lo mismo morir) es la habitación de un hotel. Jamás he podido abandonarme a lo que llaman vida de interior (que tan a menudo es lo contrario de vida interior); la llamada felicidad burguesa me aburre y me asusta. Por lo demás, esta inaptitud no tiene nada de glorioso. Ella ha contribuido no poco a alimentar mis malos defectos. Yo no envidio nada, en lo que estoy en pleno derecho, pero no pienso a todas horas en las envidias de los otros y esto me quita imaginación, es decir bondad. Cierto que me he fabricado una máxima para mi uso personal: “Hay que poner sus principios propios en las cosas grandes, que para las pequeñas basta con la misericordia.” ¡Ay!, uno hace máximas para llenar los huecos de su propia naturaleza. En mí, la misericordia de que hablo se llama más bien indiferencia. Sus efectos, claro está, son menos milagrosos.
Pero quiero subrayar únicamente que la pobreza no supone forzosamente la envidia. Incluso más tarde, cuando una grave enfermedad me quitó provisionalmente la fuerza vital que, en mí, transfiguraba todo, a pesar de las debilidades invisibles y las nuevas flaquezas que tuve que pasar, pude conocer el miedo y el desaliento, jamás la amargura. Esta enfermedad venía a añadir sin duda otras trabas, y las más duras, a las mías propias. Finalmente, favorecía esta libertad del corazón, esta ligera distancia con relación a los intereses humanos que siempre me ha preservado del resentimiento. Yo sé que este privilegio es real desde que habito París. Pero he gozado de él sin límites y sin remordimiento y, hasta ahora por lo menos, ha iluminado mi vida entera. Como artista, por ejemplo, he empezado a vivir en medio de la admiración, lo que, en un sentido, es el paraíso terrestre. (Sabido es que la costumbre en Francia hoy, para empezar en el campo de las letras, e incluso para acabar, es por el contrario la de elegir un artista a quien criticar.) De igual forma, mis pasiones de hombre jamás han estado “contra”. Los seres a quienes yo he amado han sido siempre mejores y más grandes que yo. La pobreza, tal como yo la he vivido, no me ha enseñado pues el resentimiento, sino cierta fidelidad, por el contrario, y la tenacidad silenciosa. Si me ha sucedido que lo haya olvidado, yo únicamente o mis defectos somos los únicos responsables de ello, y no el mundo en que he nacido.
Ha sido también el recuerdo de esos años el que me ha impedido el encontrarme nunca satisfecho en el ejercicio de mi oficio. Quisiera hablar aquí, con tanta sencillez como pudiera, de lo que generalmente callaban los escritores. Ni siquiera evocaré la satisfacción que parece que se siente ante el libro o la página logrados. Yo no sé si hay muchos artistas que la conozcan. En cuanto a mí, no creo que nunca haya sacado una alegría de la relectura de una página terminada. Incluso confesaré, aceptando el que se me tome al pie de la letra, que el éxito de algunos libros míos me ha sorprendido siempre. Por supuesto que se acaba uno acostumbrando, pero no es elegante. Sin embargo, todavía hoy, me siento como aprendiz junto a escritores que viven, a los que doy su debido sitio en cuanto al mérito verdadero; uno de los primeros es aquel a quien fueron dedicados estos ensayos, hace ya veinte años(*1).
El escritor tiene alegrías, naturalmente, para las que vive y que bastan para colmarle. Pero en cuanto a mí, yo las encuentro en el momento de la concepción, en el segundo en que se revela el tema que tratar, en que la articulación de la obra se dibuja ante la sensibilidad repentinamente clarividente, en estos momentos deliciosos en que la imaginación se confunde por entero con la inteligencia. Estos instantes pasan lo mismo que han nacido. Queda la ejecución, es decir un largo trabajo.
En otro plano, tiene también un artista gozos de vanidad. El oficio de escritor, particularmente en la sociedad francesa, es en gran parte un oficio de vanidad. Lo digo por lo demás sin desprecio, apenas con sentimiento. En este punto me parezco a los otros; ¿quién puede decir que se ha despojado de esta ridícula debilidad? Después de todo, en una sociedad entregada a la envidia y al ridículo, llega siempre un día en que, cubiertos de brocados, nuestros escritores pagan duramente estas pobres alegrías. Pero precisamente, en veinte años de vida literaria, mi oficio me ha procurado bien pocas de esas alegrías, y cada vez menos a medida que pasaba el tiempo.
¿No es verdad que ha sido el recuerdo de las verdades entrevistas en Anverso y Reverso lo que me ha impedido siempre encontrarme a gusto en el ejercicio público de mi oficio y lo que me ha llevado a tantas negativas que no siempre me han hecho amistades?
En efecto, ignorando el cumplido o el homenaje, se deja creer al que cumplimenta que se le desdeña, cuando lo que uno hace no es más que dudar de sí mismo. De igual manera, si yo hubiese mostrado esa mezcla de aspereza y de complacencia que se encuentra en la carrera literaria, si siquiera hubiese exagerado mi desfile literario, como tantos otros, hubiera recibido más simpatías, pues, en fin de cuentas, habría hecho mi juego. ¡Pero qué le vamos a hacer si ese juego no me divierte! La ambición de Rubempré o de Julián Sorel me desconcierta frecuentemente por su ingenuidad y su modestia. La de Nietsche, la de Tolstoi o la de Melville, me encocoran, y precisamente por razón de su fracaso. En el secreto de mi corazón, no siento humildad más que ante las vidas más pobres o ante las grandes aventuras del espíritu. Entre ambas cosas está hoy una sociedad que da risa.
A veces, en estos estrenos teatrales, que son el único lugar donde encuentro lo que se llama con insolencia el Todo-París, tengo la impresión de que la sala va a desaparecer, que este mundo, tal cual se presenta, no existe. Son los otros los que me parecen reales, las grandes figuras que gritan en el escenario. Para no huir, entonces, necesita recordarse uno de que cada espectador tiene una cita consigo mismo; que lo sabe, y que sin duda irá a ella en seguida. En seguida, quiere decir que por este hecho se vuelve fraternal; las soledades reúnen a los que la sociedad separa. Sabiendo eso, ¿cómo halagar a esta gente, disputarse sus ridículos privilegios, consentir en felicitar a todos los autores de todos los libros, dar las gracias ostensiblemente al crítico que nos ha sido favorable, por qué tratar de reducir al adversario, con qué cara recibir sobre todo estos cumplidos y esa admiración (en presencia, por lo menos, del autor, ¡porque cuando se marcha...!) de los que la sociedad francesa acostumbra a usar tanto por lo menos como el Pernod o el correo sentimental? Yo no consigo hacer nada de eso, es un hecho. Quizá hay en ello mucho de este mal orgullo, cuya extensión y poderes de mí conozco bien. Pero si solamente hubiese eso, si mi vanidad fuese la única que desempeñaba su papel, me parece que por el contrario sería entonces cuando gozaría del cumplido, superficialmente, en lugar de encontrar en él un repetido malestar. No; la vanidad que yo tengo en común con la gente de mi estado, la siento reaccionar sobre todo con ocasión de ciertas críticas que tienen una gran parte de verdad. Ante el cumplido, no es el orgullo el que me da este aspecto ingrato de último de la clase que conozco bien (al mismo tiempo que esta profunda indiferencia que es en mí como una debilidad congénita), sino un sentimiento singular que me viene entonces: “No es eso...” No; no es eso y por ello es por lo que la reputación, como dicen, es a veces tan difícil de aceptar que se encuentra una especie de alegría maligna en hacer lo necesario para perderla. Al contrario, releyendo Anverso y Reverso después de tantos años, para esta edición, en presencia de ciertas páginas, yo sé instintivamente que es eso. Eso, es decir esta vieja mujer, una madre silenciosa, la pobreza, la luz sobre los olivos de Italia, el amor solitario y poblado, todo lo que atestigua, ante mis propios ojos, la verdad.
Desde que estas páginas fueron escritas, he envejecido y he atravesado por muchas cosas. He aprendido en mí mismo, conociendo mis límites, y casi todas mis flaquezas. De los seres he aprendido menos, porque mi curiosidad va más hacia su destino que a sus reacciones, y los destinos se repiten mucho. He aprendido por lo menos que existían y que el egoísmo, si no puede tratar de renegarse, tiene que tratar de ser clarividente. Gozar de sí mismo es imposible; yo lo sé, a pesar de los grandes dones que tengo para este ejercicio. Si existe la soledad, lo que ignoro, debería uno de tener derecho ocasionalmente de soñar con ella, como con un paraíso. A veces, igual que todo el mundo, también yo sueño con él. Pero dos pacíficos ángeles me han prohibido siempre la entrada; uno tiene la cara del amigo, el otro el rostro del enemigo. Sí; yo sé todo eso y he aprendido además o casi, lo que costaba el amor. Pero sobre la vida misma, yo no sé más que lo que se dice, con torpeza, en Anverso y Reverso.
“No hay amor por la vida, sin desesperanza de la vida”, he escrito, no sin énfasis, en estas páginas. En aquella época yo no sabía hasta qué punto decía la verdad; todavía no había atravesado los tiempos de la verdadera desesperanza. Esos tiempos han llegado y han podido destruir todo en mí, excepto precisamente el apetito desordenado de vivir. Sufro todavía con esta pasión a la vez fecunda y destructora que estalla incluso en las páginas más sombrías de Anverso y Reverso. No vivimos verdaderamente, auténticamente, más que algunas horas de nuestra vida, se ha dicho. Eso es cierto en un sentido y falso en otro. Pues el ardor hambriento que se sentirá en los ensayos que siguen jamás me ha abandonado y, para terminar, es él la vida en lo que tiene de peor y de mejor. Yo he querido sin duda rectificar lo que producía de peor en mí. Como todo el mundo, he tratado, mejor o peor, de corregir mi naturaleza por la moral. Es desgraciadamente lo que más caro me ha costado. Con energía, y yo la tengo, logra uno a veces conducirse según la moral, no ser moral. Y soñar con moral cuando se es un hombre de pasión, es entregarse a la injusticia, en el mismo momento en que se habla de justicia. El hombre se me presenta a veces como una injusticia en marcha: pienso en mí. Si yo tengo, en este momento, la impresión de haberme equivocado o de haber mentido en lo que escribía a veces, es que no sé cómo hacer que se conozca honradamente mi injusticia. Sin duda, jamás he dicho que yo era justo. Lo único que me ha ocurrido es que he dicho que era necesario tratar de serlo, y también que era un trabajo y una desgracia. ¿Pero es tan grande la diferencia? ¿Y puede verdaderamente predicar la justicia el que ni siquiera logra que reine en su vida propia? ¡Si, al menos, se pudiera vivir según el honor, esta virtud de los injustos! Pero nuestro mundo tiene esta palabra por obscena; la palabra “aristócrata” forma parte de las injurias literarias y filosóficas. Yo no soy aristócrata; mi respuesta está en este libro: he aquí a los míos, a mis maestros, a mi ascendencia; he aquí, por ellos, lo que me reúne con todos. Y sin embargo, sí, necesito los honores, porque no soy lo suficientemente grande para poderme pasar sin ellos.
¡Qué importa! Quería indicar únicamente que, si he andado mucho desde este libro, no he progresado tanto. Frecuentemente, creyendo adelantar, retrocedía. Pero en fin, mis faltas, mis ignorancias y mis fidelidades me han conducido siempre a este antiguo camino que empecé a abrir con Anverso y Reverso, cuyas huellas se ven en todo lo que he hecho después, y en el que, algunas mañanas de Argelia, por ejemplo, sigo andando con la misma ligera embriaguez.
Entonces, si es así, ¿por qué haberme negado a dar este débil testimonio? En primer lugar, porque hay en mí, vuelvo a repetirlo y es necesario, resistencias artísticas, lo mismo que hay en otros resistencias morales o religiosas. La prohibición, la idea de que “eso no se hace”, que me es bastante extraña como hijo de una naturaleza libre, está presente en mí considerado como esclavo, y esclavo admirador, de una severa tradición artística. Quizá esta desconfianza tenga algo que ver con mi anarquía profunda, y por ello sigue siendo útil. Yo conozco mi desorden, la violencia de ciertos instintos, el abandono sin merced en que puedo arrojarme. Para ser edificada, la obra de arte debe de servirse en primer lugar de estas fuerzas oscuras del alma. Pero no sin canalizarlas, sin rodearlas de diques, para que así pueda subir la ola. Mis diques, todavía hoy, son demasiado altos quizá. De ahí a veces esta rigidez... Sencillamente, el día en que se establezca el equilibrio entre lo que yo soy y lo que digo, ese día quizá, y apenas si me atrevo a escribirlo, podré construir la obra con que sueño. Lo que he querido decir aquí, es que se parecerá a Anverso y Reverso de una o de otra forma, y que hablará de cierta forma de amor. Se comprende entonces la segunda razón que he tenido para guardar para mí solo estos ensayos de juventud. Los secretos que nos son más queridos, los entregamos con demasía en medio de la torpeza y del desorden; los traicionamos, también, con una máscara demasiado elaborada. Es mejor esperar a ser experto para darles una forma, sin dejar de hacer oír sus voces, y saber unir en dosis casi iguales lo natural y el arte; en una palabra, vivir. Pues existir es poder todo al mismo tiempo. En arte, todo viene simultáneamente o no viene nada; no hay luz sin llamas. Exclamaba un día Stendhal: “Pero mi alma es un fuego que sufre si no llamea.” Aquellos que se parecen a él en este punto no deberían crear más que en esta llamarada. En la punta de esta llamarada, surge el grito erguido y crea sus palabras que a su vez le repercuten. Hablo aquí de lo que todos nosotros, artistas inciertos de serlo, pero seguros de no ser otra cosa, esperamos, día tras día, para consentir finalmente en vivir.
¿Entonces por qué pues, puesto que se trata de esta espera, y probablemente vana, aceptar hoy esta publicación? Primeramente porque unos lectores han sabido encontrar el argumento que me ha convencido(*2).  Y después porque siempre llega un momento en la vida de un artista en que debe de puntualizar algunas cosas, acercarse a su propio centro, para tratar después de mantenerse en él. Eso es lo que ocurre hoy y ya no tengo necesidad de decir más. Si, a pesar de tantos esfuerzos por construir un lenguaje y hacer vivir unos mitos, no logro un día volver a escribir Anverso y Reverso, nunca habré llegado a nada: ésa es mi convicción oscura. En todo caso nada me impide soñar que lo lograré, e imaginar que meteré además, en el centro de esta obra, el admirable silencio de una madre y el esfuerzo de un hombre por encontrar una justicia o un amor que equilibre este silencio. En el sueño de la vida, he aquí que el hombre encuentra sus verdades y que las pierde, en esta tierra de muerte, para volver a través de las guerras, de los gritos, de la locura de justicia y de amor, en fin por el dolor, hacia esta patria tranquila en la que la misma muerte es un silencio feliz. He aquí de nuevo... Sí, nada impide el soñar, en la misma hora del destierro, puesto que al menos yo sé eso y a ciencia cierta: que una obra de hombre no es más que este largo caminar para encontrar con los rodeos del arte las dos o tres imágenes sencillas y grandes sobre las que, por primera vez, se abrió el corazón. He ahí por qué, quizá, después de veinte años de trabajo y de producción, continúo viviendo con la idea de que mi obra ni siquiera está empezada. Desde el instante mismo en que, con motivo de esta reedición, me he vuelto hacia las páginas que he escrito, es eso, en primer lugar, lo que tenía ganas de dejar consignado aquí.


(*1) Jean Grenier.
(*2) Es sencillo: “Este libro existe ya, pero en pequeño número de ejemplares, que son vendidos muy caros por los libreros. ¿Por qué únicamente los lectores ricos tendrían derecho a leerlo?” En efecto, ¿por qué?