Por la noche en Palma, la vida refluye lentamente hacia el barrio de los cafés cantantes, detrás del mercado: calles negras y silenciosas hasta el momento en que se llega ante las puertas por las que se filtra la luz y la música. He pasado casi una noche entera en uno de estos cafés. Era una pequeña sala muy baja, rectangular, pintada de verde, y adornada con guirnaldas rosas. Las vigas del techo estaban recubiertas con minúsculas bombillas rojas. En este pequeño espacio se habían encajado milagrosamente una orquestina, un bar con botellas multicolores y el público, apretado hasta el extremo, con los hombros de unos pegando a los de los otros. Hombres solamente. En el centro, dos metros cuadrados de espacio libre. Vasos y botellas iban y venían, enviados por el camarero a los cuatro rincones de la sala. Ningún ser aquí estaba consciente. Todos aullaban. Una especie de oficial de marina me eructaba en la cara saludos cargados de alcohol. En mi mesa, un enano sin edad me contaba su vida. Pero yo estaba demasiado en tensión para escucharle. La orquesta tocaba sin descanso piezas de las que no se percibía más que el ritmo porque todos los pies llevaban el compás. A veces se abría la puerta. En medio de los aullidos, se metía al recién llegado entre dos sillas(*1).
Un golpe de bombo y de repente una mujer saltó bruscamente al exiguo círculo, en medio del cabaret. “Veintiún años”, me dijo el oficial. Me quedé de piedra. Un rostro de chica joven, pero esculpido en una montaña de carne. Esta mujer podía medir un metro ochenta. Enorme, debía de pesar trescientas libras. Con las manos en las caderas, vestida con una red amarilla cuyas mallas hacían henchirse una moldura de carne blanca, sonreía; y cada uno de los pliegues de su boca enviaba hacia la oreja una serie de pequeñas ondulaciones de carne. En la sala, la excitación no tenía límites. Se sentía que esta chica era conocida, querida, esperada. Seguía sonriendo. Paseó su mirada por todo el público, y siempre sonriente y silenciosa, hizo ondular su vientre hacia adelante. La sala aulló, y después reclamó una canción que parecía conocida. Era una canción andaluza, gangosa y ritmada sordamente por la batería, cada tres compases. Ella cantaba y, a cada compás, mimaba el amor con todo su cuerpo. En este movimiento monótono y apasionado, verdaderas olas de carne nacían de sus caderas y venían a morir en sus hombros. La sala estaba como aplastada. Pero, al estribillo, la chica, girando sobre sí misma, y cogiéndose los pechos con las manos, abriendo su boca roja y sensual, repitió la melodía, en coro con la sala, hasta que todo el mundo se puso en pie en el tumulto.
Ella, plantada en el centro, viscosa de sudor, despeinada, erguía su talle macizo, palpitante en su red amarilla. Como una diosa inmunda saliendo del agua, con la frente animal y baja, los ojos en blanco, vivía únicamente por un pequeño estremecimiento de la rodilla, como lo tienen los caballos tras la carrera. En medio de la alegría pataleante que la rodeaba, era como la imagen vergonzosa y exaltante de la vida, con la desesperación de sus ojos vacíos y el sudor espeso de su vientre...
Sin los cafés y sin los periódicos, sería difícil viajar. Una hoja impresa en nuestra lengua, un lugar donde por la tarde intentemos codearnos con otros hombres, nos permiten imitar en un gesto familiar al hombre que éramos en nuestro país, y que, a distancia, nos parece tan extraño. Pues lo que constituye el atractivo del viaje, es el miedo. Rompe en nosotros una especie de decorado interior. Ya no es posible hacer trampa —agazaparse tras las horas de oficina y de tajo (esas horas contra las que tanto protestamos y que nos defienden tan seguramente contra el sufrimiento de estar solos). Así es como siempre me entran ganas de escribir novelas en las que mis héroes digan: “¿Qué sería de mí sin las horas de oficina?” O también: “Mi mujer ha muerto, pero afortunadamente, tengo un gran paquete de expediciones que redactar para mañana.” El viaje nos quita este refugio. Lejos de nosotros, de nuestra lengua, arrancados a todos nuestros apoyos, privados de nuestras máscaras (no conocemos las tarifas de los tranvías, y todo es por el estilo), estamos enteramente en la superficie de nosotros mismos. Pero también, sintiéndonos el alma enferma, damos a cada ser, a cada objeto, su valor de milagro. Una mujer que baila sin pensar, una botella sobre una mesa, vista tras de una cortina: cada imagen se hace un símbolo. La vida nos parece que se refleja allí toda entera en la medida en que nuestra vida se resume en ese momento en eso. Sensible a todos los dones, cómo decir las embriagueces contradictorias que podernos gustar (hasta la de la lucidez). Y nunca quizá un país, sino el Mediterráneo, me ha llevado a la vez tan lejos y tan cerca de mí mismo.
Sin duda es de ahí de donde venía mi emoción del café de Palma. Pero a mediodía, por el contrario, en el barrio desierto de la catedral, entre los viejos palacios de frescos patios, en las calles con olores de sombra, es la idea de una cierta “lentitud” lo que me impresionaba. Nadie en estas calles. En los miradores, viejas mujeres rígidas. Y andando a lo largo de las casas, parándome en los patios llenos de plantas verdes y de pilares redondos y grises, yo me fundía en este olor de silencio, perdía mis límites, no era ya más que el sonido de mis pasos, o este vuelo de pájaros cuya sombra distinguía en lo alto de las paredes todavía soleadas. Pasaba también largas horas en el pequeño claustro gótico de San Francisco. Su fina y preciosa columnata lucía con este hermoso amarillo dorado que tienen los viejos monumentos en España. En el patio, adelfas, sauzgatillos, un pozo de hierro forjado del que colgaba un largo caldero de metal oxidado. Los transeúntes bebían en él. A veces, me acuerdo todavía del ruido claro que hacía al caer sobre la piedra del pozo. Sin embargo, no era la suavidad del vivir lo que me enseñaba este claustro. En los aletazos secos que daban en su vuelo las palomas, en el silencio repentino acurrucado en medio del jardín, en el chirrido aislado de la cadena del pozo, yo encontraba un sabor nuevo y sin embargo familiar. Yo estaba lúcido y sonriente ante este juego único de las apariencias. Me parecía que un gesto hubiese rajado este cristal donde sonreía el rostro del mundo. Algo iba a acabarse, el vuelo de las palomas a morir y cada una de ellas caería lentamente sobre sus alas desplegadas. Solitarios, mi silencio y mi inmovilidad hacían plausible lo que tanto se parecía a una ilusión. Sin ser víctima de él entré en el juego y me presté a las apariencias. Un hermoso sol dorado calentaba suavemente las piedras amarillas del claustro. Una mujer estaba sacando agua del pozo. Dentro de una hora, de un minuto, de un segundo, ahora, quizá, todo podía hundirse. Y sin embargo el milagro continuaba. El mundo duraba, púdico, irónico y discreto (como ciertas formas suaves y recogidas de la amistad de las mujeres). Se continuaba un equilibrio, coloreado sin embargo por toda la aprensión de su propio fin.
Allí estaba mi amor a la vida: una pasión silenciosa por la que quizá se me iba a escapar; una amargura bajo una llama. Cada día, abandonaba este claustro como fuera de mí mismo, inscrito durante un corto instante en la duración del mundo. Yo sé bien por qué pensaba entonces en los ojos sin mirada de los Apolos dóricos o en los personajes ardientes y rígidos de Giotto(*2). Es que en ese momento, yo comprendía verdaderamente lo que podían darme semejantes países. Me admiro de que se puedan encontrar al borde del Mediterráneo certezas y reglas de vida, de que con ellas se satisfaga la razón y se justifiquen un optimismo y un sentido social. Pues en fin, lo que me impresionaba entonces no era un mundo hecho a la medida del hombre —sino que se cerraba sobre el hombre. No, si el lenguaje de estos países estaba en concordancia con lo que resonaba profundamente dentro de mí, no es porque contestase a mis preguntas, sino porque las hacía inútiles. No eran acciones de gracias lo que me podían venir a los labios, sino esta Nada que no ha podido nacer más que ante paisajes abrasados de sol. No hay amor a la vida, sin desesperanza de la vida.
En Ibiza, iba todos los días a sentarme en los cafés que bordean el puerto. Hacia las cinco, la gente joven del país se pasea en dos filas a lo largo del dique. Allí se hacen los matrimonios y discurre la vida entera. No puede evitar uno el pensar que hay cierta grandeza en empezar su vida así ante el mundo. Yo me sentaba, atontado un poco todavía por el sol de la jornada, lleno de iglesias blancas y de paredes de yeso, de campos secos y de olivos hirsutos. Bebía una horchata dulzona. Miraba la curva de las colinas que tenía enfrente. Descendían suavemente hacia el mar. La tarde se ponía de color verde. En la más alta de las colinas, la última brisa hacía girar las aspas de un molino. Y, por un milagro natural, todo el mundo bajaba la voz. De manera que no había más que el cielo y palabras cantarinas que subían hacia él, pero que se percibían como si viniesen de muy lejos. En ese corto instante de crepúsculo, reinaba algo fugaz y melancólico que no era sensible solamente a un hombre, sino a todo un pueblo entero. En cuanto a mí, me entraban ganas de amar como le vienen a uno ganas de llorar. Me parecía que desde ahora, cada hora de mi sueño le sería robada a la vida..., es decir al tiempo del deseo sin objeto. Como en esas horas vibrantes del cabaret de Palma y del claustro de San Francisco, yo estaba inmóvil y en tensión, sin fuerzas contra este inmenso impulso que quería poner el mundo en mis manos.
Ya sé que no tengo razón, que existen límites que ponerse. Con esta condición, se crea. Pero no hay límites para amar y qué me importa apretar mal si puedo abrazarlo todo. Hay mujeres en Génova cuya sonrisa he amado durante toda una mañana. Ya no las volveré a ver y, sin duda, nada hay tan sencillo. Pero las palabras no cubrirán la llama de mi sentimiento. Pequeño pozo de San Francisco, en tu claustro veía volar a las palomas y olvidaba mi sed. Pero siempre había un momento en que renacía mi sed.
(*1) Hay una cierta libertad en la alegría, que define la verdadera civilización. Y el pueblo español es uno de los raros en Europa que está civilizado.
(*1) Hay una cierta libertad en la alegría, que define la verdadera civilización. Y el pueblo español es uno de los raros en Europa que está civilizado.
(*2) Es con la aparición de la sonrisa y de la mirada cuando empiezan la decadencia de la cultura griega y la dispersión del arte italiano. Como si cesase la belleza donde empezara el espíritu.