Llegué a Praga a las seis de la tarde. En seguida, llevé mis equipajes a consigna. Tenía todavía un par de horas para buscar hotel. Y me sentía colmado de un extraño sentimiento de libertad porque mis dos maletas no pesaban ya en mis brazos. Salí de la estación, anduve a lo largo de unos jardines y me encontré metido de repente en plena avenida Wenceslas, hirviendo de gente a esta hora. A mi alrededor, un millón de seres que habían vivido hasta entonces y de su existencia nada había trascendido a mí. Ellos vivían. Yo estaba a miles de kilómetros de mi tierra natal. Yo no comprendía su lengua. Todos andaban de prisa. Y al pasarme, todos se desprendían de mí. Perdí pie en la acera.
Tenía poco dinero. Justo con qué vivir seis días. Pero, al cabo de ese tiempo me vendrían a buscar. Sin embargo, también estaba inquieto por esto. Me puse pues a buscar un hotel modesto. Estaba en la parte nueva de la ciudad y todos los que veía estaban llenos de luces, de risas y de mujeres elegantes. Fui más de prisa. Algo en mi carrera precipitada se parecía a una huida. Hacia las ocho, sin embargo, cansado, llegué a la ciudad vieja. Allí, un hotel de apariencia modesta, con una entrada pequeña, me sedujo. Entré. Hice mi ficha y cogí la llave. Tengo la habitación número treinta y cuatro, en el tercer piso. Abro la puerta y me encuentro en una habitación muy lujosa. Busco la indicación del precio: es dos veces más elevado de lo que pensaba. El asunto del dinero se hace fastidioso. No puedo vivir más que pobremente en esta gran ciudad. La inquietud, todavía indiferenciada de hace un momento, se precisa. No me encuentro a gusto. Me siento hueco y vacío. Tengo, sin embargo, un momento de lucidez: siempre me han atribuido, con razón o sin ella, la mayor indiferencia en asuntos de dinero. ¿Qué viene a hacer aquí esta estúpida aprensión? Pero, ya, el espíritu sigue su camino. Hay que comer, andar de nuevo y buscar un restaurant barato. No tengo más que diez coronas para cada una de mis comidas, no puedo gastar más. De todos los restaurantes que veo, el menos caro es también el menos acogedor. Paso y vuelvo a pasar una y otra vez. En el interior, acaban por notar mi juego: hay que entrar. Es una bodega bastante sombría, pintada con unos frescos pretenciosos. Entre el público hay de todo. En un rincón, unas cuantas mujeres de la vida fuman y hablan con seriedad. Unos hombres comen, la mayor parte de edad indefinida. El camarero, un coloso de smoking grasiento, se adelanta hacia mí con una enorme cabeza sin expresión. Rápidamente, al azar, señalo en el menú, incomprensible para mí, un plato. Pero al parecer, requiere una aclaración. Y el camarero me pregunta en checo. Yo contesto con el poco alemán que sé. Él ignora el alemán. Yo me pongo nervioso. Él llama a una de las mujeres que avanza con la postura clásica, la mano izquierda en la cadera, el cigarrillo en la derecha y la sonrisa a flor de labios. Se sienta en mi mesa y me pregunta en un alemán que yo encuentro tan malo como el mío. Todo se explica. El camarero quería cantarme las excelencias del plato del día. Como buen jugador, acepto el plato del día. La mujer me sigue hablando, pero ya no entiendo lo que dice. Naturalmente, digo que sí con aspecto convencido. Pero yo ya no estoy aquí. Todo me exaspera, vacilo, no tengo hambre. Y sigo sintiendo un punzante cosquilleo y molestias en el vientre. Ofrezco un bock de cerveza porque conozco las reglas. Llega el plato del día, y como: una mezcla de sémola y de carne, echada a perder por una inconcebible cantidad de cominos. Pero yo estoy pensando en otra cosa, o más bien en nada, fijándome en la boca gordezuela y risueña de la mujer que está frente a mí. ¿Cree ella en una invitación? Hela aquí junto a mí, se hace pegajosa. Un gesto maquinal mío la detiene. (Era fea. He pensado a menudo que si esa mujer hubiese sido guapa, hubiese evitado todo lo que vino después.) Yo tenía miedo de estar enfermo, allí, en medio de esas gentes en plan de juerga. Y más miedo todavía de estar solo en mi habitación del hotel, sin dinero y sin entusiasmo, reducido a mí mismo y a mis miserables pensamientos. Todavía hoy, me pregunto, con fastidio, cómo el ser huraño y cobarde que yo era entonces ha podido salir de mí. Me marché. Anduve por la ciudad vieja, pero incapaz de permanecer por más tiempo frente a mí mismo, corrí hasta mi hotel, me acosté y esperé el sueño que llegó casi en seguida.
Todo país donde me aburro es un país que no me enseña nada. Es con frases semejantes con las que trataba de animarme. ¿Pero voy a describir los días que siguieron? Volví a mi restaurante. Mañana y noche, sufrí la horrorosa comida hecha con cominos que me revolvía el estómago. Por eso, paseaba durante todo el día una perpetua gana de devolver. Pero no cedía a ello, sabiendo que tenía que alimentarme. Por otra parte, ¿qué era eso comparado con lo que hubiera tenido que sufrir tratando de buscar otro restaurante? Allí, por lo menos, era “conocido”. Se me sonreía aunque no me hablaran. Por otra parte la angustia iba ganando terreno. Me preocupaba demasiado por esas punzadas en mi cerebro. Decidí organizar mis días, y poner en ellos unos puntos de apoyo. Me quedaba en la cama hasta lo más tarde posible y así mis jornadas se encontraban disminuidas en ese tiempo. Me aseaba y salía a explorar metódicamente la ciudad. Me perdía en las suntuosas iglesias barrocas, tratando de encontrar allí una patria, pero saliendo más vacío y más desesperado de este “tête à tête” conmigo mismo. Deambulaba a lo largo del Ultava, cortado con presas donde rebullía el agua. Pasé horas sin medida en el inmenso barrio de Hradschin, desierto y silencioso. A la sombra de su catedral y de sus palacios, a la hora en que se ponía el sol, mi paso solitario hacía resonar sus calles. Al darme cuenta, volvía a ser presa del pánico. Cenaba pronto y me acostaba a las ocho y media. El sol me arrancaba de mí mismo. Iglesias, palacios y museos, intentaba suavizar mi angustia en todas las obras de arte. Truco clásico: yo quería resolver mi rebelión en melancolía. Pero en vano. Tan pronto como salía, ya era un extranjero. Una vez, sin embargo, en un claustro barroco, al otro extremo de la ciudad, la suavidad de la hora, las campanas que tañían lentamente, bandadas de palomas que salían de la vieja torre, algo también como un perfume de hierbas y de nada, hizo nacer en mí un silencio cuajado de lágrimas que me puso a dos dedos de la liberación. Y al caer la noche, escribí de una sentada lo que sigue y que transcribo con fidelidad, porque vuelvo a encontrar en su énfasis mismo la complejidad de lo que yo sentía entonces: “¿Y qué otro provecho querer sacar del viaje? Heme aquí sin adornos. Ciudad cuyos letreros no sé leer, caracteres extraños donde no se pega nada familiar, sin amigos a quienes hablar, sin diversiones en fin. De esta habitación a donde llegan los ruidos de una ciudad extraña, yo sé bien que nada me puede sacar para llevarme hacia la luz más delicada de un hogar o de un lugar amado. ¿Voy a llamar, a gritar? Serán caras extrañas las que aparezcan. Iglesias, oro e incienso, todo me arroja en una vida cotidiana donde mi angustia da su precio a cada cosa. Y he aquí que el telón de las costumbres, el tejido cómodo de los gestos y de las palabras en que se adormece el corazón, se levanta lentamente y descubre finalmente la cara pálida de la inquietud. El hombre está frente a frente consigo mismo: le desafío a que sea feliz... Y es sin embargo por eso por lo que le ilumina el viaje. Entre él y las cosas se produce un gran desacuerdo. En este corazón menos firme, entra más fácilmente la música del mundo. En fin, en esta gran privación, el menor árbol aislado se convierte en la más tierna y frágil de las imágenes. Obras de arte y sonrisas de mujeres, razas de hombres plantadas en su tierra y monumentos donde los siglos se resumen, es un conmovedor y sensible paisaje que compone el viaje. Y después, al final del día, esta habitación de hotel donde algo nuevo cala en mí como un hambre de alma.” Pero no necesito decir que todo eso, eran cuentos para dormirme. Y ahora puedo decirlo, lo que me queda de Praga, es este olor de pepino en vinagre, que venden en todas las esquinas de las calles, para comer de pie, y cuyo perfume agrio y picante despertaba mi angustia y la nutría desde el momento en que había traspasado el umbral de mi hotel. Eso y quizá también cierta musiquilla de acordeón. Bajo mis ventanas, un ciego manco, sentado sobre su instrumento, lo sujetaba con una nalga y lo manejaba con la mano útil. Era siempre la misma musiquilla pueril y tierna que me despertaba por las mañanas para ponerme bruscamente en la realidad sin decoración en que me debatía.
Recuerdo todavía que, a las orillas del Ultava, me paraba de repente y, penetrado por este olor o esta melodía, fuera de mí, me decía en voz baja: “¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?” Pero, sin duda, todavía no había llegado a los confines. El cuarto día, por la mañana, hacia las diez, me preparaba para salir. Quería visitar cierto cementerio judío que no había encontrado el día anterior. Llamaron a la puerta de una habitación de al lado. Tras de un momento de silencio, volvieron a llamar de nuevo. Largamente, esta vez, pero aparentemente en vano. Un paso cansino se oía bajar por las escaleras. Sin prestar atención a ello, sin pensar en nada, perdí algún tiempo en leer el modo de empleo de una crema de afeitar, que estaba usando desde hacía un mes. El día estaba pesado. Desde el cielo cubierto, una luz cobriza bajaba sobre las torres y las cúpulas de la vieja Praga. Los vendedores de periódicos anunciaban igual que todas las mañanas el Narodni Politika. Con trabajo me desprendí de la galbana, que me ganaba la partida. Pero en el momento de salir, me crucé con el mozo, que traía un manojo de llaves. Me paré. Volvió a llamar de nuevo, insistentemente. Intentó abrir. No lo consiguió. Debía de tener echado el cerrojo por dentro el huésped. Nuevos golpes. La habitación sonaba a hueco, y de forma tan lúgubre que, angustiado, me marché sin querer preguntar nada. Pero en las calles de Praga, yo estaba perseguido por un doloroso presentimiento. ¿Cómo olvidaré la cara inexpresiva del mozo, sus zapatos relucientes con la puntera curva, y el botón que le faltaba en la chaqueta? Me fui a comer, pero lo hice con un creciente desagrado. Hacia las dos volví al hotel.
En el hall, la gente cuchicheaba. Subí rápidamente los pisos para encontrarme antes frente a lo que esperaba. En efecto, era eso. La puerta de la habitación estaba a medio abrir, de manera que únicamente se veía una gran pared pintada de azul. Pero la luz sorda de que he hablado antes proyectaba sobre esta pantalla la sombra de un muerto tendido sobre la cama y la de un policía montando la guardia delante del cuerpo. Las dos sombras se cortaban en ángulo recto. Esta luz me impresionó vivamente. Era auténtica, una verdadera luz de vida, de tarde de vida, una luz que hace que uno se dé cuenta de que vive. Él estaba muerto. Solo en su habitación. Yo sabía que no era un suicida. Me metí precipitadamente en la habitación y me tumbé encima de la cama. Un hombre como otros muchos, pequeño y gordo si creía a la sombra. Hacía sin duda largo tiempo que estaba muerto. Y la vida había continuado en el hotel, hasta que al mozo se le ocurrió la idea de llamarle. Había llegado allí sin sospechar nada y había muerto solo. Yo, durante ese tiempo, estaba leyendo el anuncio de mi crema de afeitar. Pasé la tarde entera en un estado difícil de describir. Estaba tendido cuan largo era, con la cabeza vacía y una angustia extraña en el corazón. Me arreglé las uñas. Conté las ranuras de las duelas. “Si puedo contar hasta mil...” A las cincuenta o sesenta, fue la catástrofe. No podía seguir contando. No oía nada de los ruidos de afuera. Una vez, sin embargo, en el pasillo, una voz contenida, una voz de mujer que decía en alemán: “Era tan bueno.” Entonces pensé desesperadamente en mi ciudad, al borde del Mediterráneo, en esas tardes de verano que me gustan tanto, muy dulces en la luz verde y llenas de mujeres jóvenes y hermosas. Desde hacía días, no había pronunciado una sola palabra y mi corazón reventaba en gritos y rebeliones contenidas. Hubiera llorado como un niño si alguien me hubiese abierto sus brazos. Hacia el final de la tarde, roto de cansancio, me puse a mirar fijamente el picaporte de mi puerta, con la cabeza hueca y repitiendo una música popular de acordeón. En este momento, no podía ir más lejos. Nada de mi país, nada de ciudad, nada de habitación, y nada de nombre, locura o conquista, humillación o inspiración, ¿iba a saber o a consumirme? Llamaron a la puerta y entraron mis amigos. Estaba salvado aún decepcionado. Creo que dije: “Me alegro de veros.” Pero estoy seguro que a eso quedaron reducidos mis deseos y que a sus ojos he seguido siendo el hombre que era cuando me dejaron.
Poco después me marché de Praga. Y, ciertamente, me he interesado por lo que vi después. Podría anotar tal hora en el cementerio gótico de Bautzen, el rojo vivo de sus geranios, y la mañana azul. Podría hablar de las largas llanuras de Silesia, implacables e ingratas. Las he atravesado al amanecer. Un vuelo pesado de pájaros pasaba, en la mañana brumosa, por encima de las tierras viscosas. También me gustó Moravia tierna y severa, sus lejanías puras, sus caminos bordeados de ciruelos de frutos agrios. Pero yo conservaba dentro de mí el atontamiento de los que han mirado demasiado en un abismo sin fondo. Llegué a Viena, y me volví a marchar al cabo de una semana, y seguía siendo prisionero de mí mismo.
Sin embargo, en el tren que me llevaba desde Viena a Venecia, esperaba algo. Era como un convaleciente a quien se ha alimentado con caldos y que piensa en lo que será la primera corteza de pan que coma. Una luz nacía. Ahora lo sé: estaba preparado para la felicidad. Hablaré solamente de los seis días que viví en una colina junto a Vicenza. Todavía estoy allí, o más bien, me vuelvo a encontrar allí a veces, y frecuentemente me es devuelto todo con un perfume de hierbabuena.
Entro en Italia. Tierra hecha para mi alma, reconozco una a una las señales de su proximidad. Son las primeras casas de tejas descascarilladas, las primeras parras plantadas junto a la pared que ha azulado el sulfato. Es la primera ropa puesta a tender en los patios, el desorden de las cosas, el desaliño de los hombres. Y el primer ciprés (tan esbelto y recto), el primer olivo, la higuera polvorienta. Plazas llenas de sombra de las pequeñas ciudades italianas, horas de mediodía en que las palomas buscan un abrigo; lentitud y pereza, el alma desgasta allí sus rebeliones. La pasión camina gradualmente hacia las lágrimas. Y después he aquí Vicenza. Aquí, los días giran sobre sí mismos, desde el despertar del día hinchado con el cacareo de las gallinas, hasta esta tarde inigualable, dulzona y tierna, sedosa tras los cipreses y medida largamente por el canto de las cigarras. Este silencio interior que me acompaña, nace de la lenta carrera que lleva la jornada hasta esta otra jornada. No tengo nada que desear más que esta habitación abierta a la llanura con sus muebles antiguos y sus encajos de ganchillo. Tengo todo el cielo sobre la cara, y me parece que puedo seguir sin cesar este girar de los días, inmóvil, girando con ellos. Respiro la única felicidad de que soy capaz —una conciencia atenta y amistosa. Todo el día estoy paseando: de la colina bajo a Vicenza o bien me adelanto campo adentro. Cada ser encontrado, cada olor de esta calle, todo me sirve de pretexto para amar sin medida. Mujeres jóvenes que vigilan una colonia de vacaciones, la trompeta de los vendedores de helados (su carrito es una góndola montada sobre ruedas, que lleva angarillas), los puestos de frutas, sandías rojas con pepitas negras, uvas relucientes y viscosas —otros tantos apoyos para quien no sabe ya estar solo(*). Pero la flauta áspera y tierna de las cigarras, el aroma de aguas y de estrellas que salen al encuentro en las noches septembrinas, los caminos olorosos entre los lentiscos y los bejucos, son otros tantos signos de amor para quien es forzosa la soledad(*). Así, pasan los días. Tras el emborracharse de las horas llenas de sol, llega la noche, en medio de la espléndida decoración que le preparan el oro del poniente y el negro de los cipreses. Ando entonces por la carretera, hacia las cigarras que se oyen a lo lejos. A medida que avanzo, una a una ponen sordina a su canto, luego se callan. Avanzo con un paso lento, impresionado por tan ardorosa belleza. Una a una, tras de mí, las cigarras hinchan su voz y luego cantan: un misterio en este cielo de donde desciende la indiferencia y la belleza. Y, con las últimas luces del día, leo en el frontón de una villa: “In magnificentia naturae, resurgit spiritus.” Hay que pararse aquí. La primera estrella ya, luego tres luces en la colina de enfrente, la noche cae de repente sin nada que la haya anunciado, un murmullo y una brisa en las zarzas tras de mí, el día ha huido, dejándome su suavidad.
Seguro que nada había cambiado. Ya no estaba solamente solo. En Praga, me ahogaba entre cuatro paredes. Aquí, estaba ante el mundo, y proyectado alrededor de mí, poblaba el universo con formas semejantes a la mía. Porque todavía no he hablado del sol. De igual manera que he tardado mucho tiempo en comprender mi entrega y mi amor por el mundo de pobreza en que ha pasado mi infancia, es ahora solamente cuando atisbo la lección del sol y de los países que me han visto nacer. Un poco antes de las doce, salía y me dirigía hacia un punto que yo conocía y que dominaba la inmensa llanura de Vicenza. El sol estaba casi en el cenit, el cielo era de un azul intenso y limpio. Toda la luz que caía resbalaba por la pendiente de las colinas, vestía a los cipreses y a los olivos, las casas blancas y los tejados rojos, con el más cálido de los ropajes, después iba a perderse en la llanura que humeaba al sol. Y cada vez, era la misma desnudez. En mí, la sombra horizontal del hombre pequeño y bajo. Y en esta llanura bajo el torbellino de sol y de polvo, en estas colinas arrasadas y sembradas de hierbas abrasadas, lo que yo tocaba con el dedo, era una forma despojada y sin atractivos de este gusto de la nada que yo llevaba en mí. Este país me llevaba al corazón de mí mismo y me ponía frente a mi angustia secreta. Pero era la angustia de Praga y no lo era. ¿Cómo explicarlo? Ciertamente, ante esta llanura italiana, poblada de árboles, de sol y de sonrisas, he percibido mejor que en otros sitios el olor de muerte y de inhumanidad que me perseguía desde hacía un mes. Sí; esta plenitud sin lágrimas, esta paz sin alegría que me llenaba, todo eso no estaba hecho más que de una conciencia muy clara de lo que no me volvía: de un renunciamiento y de un desinterés. Igual que el que va a morir y lo sabe no se interesa por la suerte de su mujer, más que en las novelas. Realiza la vocación del hombre que es la de ser egoísta, es decir desesperado. Para mí, ninguna promesa de inmortalidad en este país. ¿Qué me hacía el revivir en mi alma, y sin ojos para ver Vicenza, sin manos para tocar las uvas de Vicenza, sin piel para sentir la caricia de la noche por la carretera de Monte Berico a Villa Valmarana?
Sí; todo esto era verdad. Pero al mismo tiempo, entraba en mí con el sol algo que expresaría con dificultad. En este punto extremo de la conciencia extrema, todo se relacionaba y mi vida se presentaba como un bloque que rechazar o que aceptar. Necesitaba una grandeza. La encontré en la confrontación de mi desesperanza profunda y de la indiferencia secreta de uno de los más hermosos paisajes del mundo. De allí sacaba yo fuerzas para ser valiente y consciente a la vez. Era bastante ya para mí, de una cosa tan difícil y paradójica. Pero, quizá, he forzado ya algo de lo que entonces sentía tan justamente, tan precisamente. Por lo demás, me vuelvo frecuentemente a Praga y a los días mortales que viví allí. He vuelto a encontrar mi ciudad. A veces, únicamente, un olor agrio de pepino y de vinagre viene a despertar mi inquietud. Necesito entonces pensar en Vicenza. Pero las dos me son queridas y yo separo mal mi amor de la luz y de la vida de mi secreta entrega a la experiencia desesperada que he querido describir. Ya se ha comprendido, y yo no quiero decidirme a escoger. En las afueras de Argel, hay un pequeño cementerio con las puertas de hierro negro. Si se llega hasta el final, se descubre el valle con la bahía al fondo. Se puede soñar largo tiempo ante esta ofrenda que suspira con el mar. Pero cuando uno vuelve sobre sus pasos, se encuentra una placa: “Dolor eterno”, en una tumba abandonada. Menos mal que están los idealistas para arreglar las cosas.
(*) Es decir todo el mundo.
(*) Es decir todo el mundo.