1. LA IRONÍA


Hace dos años, conocí a una vieja mujer. Padecía una enfermedad de la que había creído que moriría. Tenía una parálisis completa del lado derecho. No tenía más que una mitad de sí misma en este mundo puesto que la otra ya le era extraña. Era una viejita inquieta y charlatana, a quien se había reducido al silencio y a la inmovilidad. Sola durante largas jornadas, sin instrucción, poco sensible, su vida entera se reducía a Dios. Ella creía en Él. Y la prueba es que tenía un rosario, un cristo de plomo y, en estuco, un San José con el Niño. Dudaba de que su enfermedad fuese incurable, pero lo afirmaba para que se interesasen por ella, entregándose por lo demás a Dios a quien tan imperfectamente amaba.
Aquel día, alguien se tomó interés por ella. Era un joven. (Él creía que había una verdad y sabía por lo demás que esta mujer iba a morir, sin inquietarse por resolver esta contradicción.) Había tomado un verdadero interés por la soledad de la vieja mujer. De eso, ella se había dado cuenta. Y este interés era una ganga inesperada para la enferma. Ella le contaba sus penas con animación: había cumplido su misión, y era preciso dejar el sitio a los jóvenes. ¿Que si se aburría? Naturalmente. Nadie le hablaba. Estaba en su rincón, igual que un perro. Era mejor acabar. Porque prefería morir que seguir siendo una carga para alguien.
Su voz se había agriado. Era una voz de mercado, de regateo. Por tanto, este joven comprendía. Era de opinión sin embargo que era preferible estar bajo el cuidado de otros que morir. Pero eso no probaba más que una cosa: que, sin duda, él nunca había estado a cargo de nadie. Y precisamente él decía a la vieja mujer —porque había visto el rosario—: “Le queda a usted Dios.” Era verdad. Pero incluso por esto mismo, la seguían fastidiando. Si le sucedía que se quedase un largo rato en oración, si su mirada se perdía en algún motivo del tapiz, su hija decía: “Mírala cómo sigue rezando” “¡Y a ti qué!”, decía la enferma. “No me importa, pero me pone nerviosa.” Y la vieja se callaba, dirigiendo a su hija una larga mirada cargada de reproches.
El joven escuchaba todo esto con una inmensa pena desconocida que le encogía el corazón. Y la vieja añadía: “Ya verá ella cuando sea vieja. ¡También ella lo necesitará!”
Se sentía a esta vieja mujer liberada de todo, salvo de Dios, entregada por entero a este mal último, virtuosa por necesidad, completamente persuadida de que lo que le quedaba era el único bien digno de amor, sumergida en fin, y sin otro remedio, en la miseria del hombre en Dios. Pero que renazca la esperanza y Dios no está forzosamente contra los intereses del hombre.
Se había sentado a la mesa. El joven estaba invitado a cenar. La vieja no comía, porque los alimentos son pesados por la noche. Se había quedado en su rincón, detrás del que la había escuchado. Y éste, al sentirse observado, comía mal. Sin embargo, la cena avanzaba. Para continuar esta reunión, decidieron ir al cine. Precisamente daban una película alegre. El joven había aceptado ir, un poco a la ligera, sin pensar en el ser que continuaba existiendo a sus espaldas.
Los comensales se habían levantado para ir a lavarse las manos, antes de salir. No se trataba, evidentemente, de que viniese también la vieja mujer. Aun cuando no hubiese estado impedida, su ignorancia no le permitía entender la película. Ella decía que no le gustaba el cine. En verdad, no lo entendía. Además, estaba en su rincón, y ponía un gran interés vacío en las cuentas de su rosario. Ponía en él toda su confianza. Los tres objetos que conservaba, indicaban para ella el punto material donde empezaba lo divino. A partir del rosario, del Cristo o del San José, tras de ellos, se abría un abismo negro profundo donde ella ponía toda su esperanza.
Todos estaban listos. Acercábanse a la anciana para besarla y desearle buenas noches. Ella había comprendido ya y apretaba con fuerza su rosario. Pero parecía que este gesto pudiese ser tanto de desesperación como de fervor. Todos la habían besado. No quedaba más que el joven. Él había apretado la mano de la mujer afectuosamente y se volvía ya. Pero la anciana veía marchar al que se había interesado por ella. Ella no quería estar sola. Sentía ya el horror de su soledad, el insomnio prolongado, el “tête à tête” desilusionado con Dios. Tenía miedo, ya no descansaba más que en el hombre, y pegándole al único ser que le había mostrado interés, no soltaba su mano, la apretaba, dándole las gracias torpemente para justificar esta insistencia. El joven estaba apurado. Los otros ya se volvían para invitarle a darse prisa. El espectáculo empezaba a las nueve y era mejor llegar un poco antes para no esperar en la taquilla.
Él se sentía en presencia de la desgracia más horrible que hubiese conocido todavía: la de una vieja mujer inválida a quien se abandona para marcharse al cine. El quería marcharse y escapar, no quería saber nada, trataba de retirar su mano. Durante un segundo, tuvo un odio feroz a esta vieja mujer y pensó en darle una bofetada sin más ni más.
Por fin se pudo retirar y marcharse, mientras que la enferma, incorporada en su sillón, veía desvanecerse con horror la única certeza en la que hubiera podido descansar. Ahora ya nada la protegía. Y entregada por entero al pensamiento de su muerte, no sabía exactamente lo que la asustaba, pero sentía que no quería estar sola. Dios no le servía para nada, más que para quitarle a la gente y dejarla sola. Ella no quería abandonar a la gente. Por eso se puso a llorar.
Los otros estaban ya en la calle. Un tenaz remordimiento trabajaba al joven. Levantó los ojos hacia la ventana iluminada, gran ojo muerto en la casa silenciosa. El ojo se cerró. La hija de la vieja mujer enferma dijo al joven: “Apaga la luz siempre cuanto está sola. Le gusta estar a oscuras.”

Este viejo triunfaba, juntaba las cejas, levantaba un índice sentencioso. Decía: “A mí, me daba mi padre cinco francos a la semana para divertirme hasta el sábado siguiente. Pues bien, todavía me las arreglaba para ahorrar unas perras. En primer lugar, para ir a ver a mi novia, me hacía cuatro kilómetros a la ida y cuatro al regreso a campo traviesa. Anda, anda, os lo digo yo, la juventud de hoy día ya no sabe divertirse.” Estaban alrededor de una mesa redonda, tres jóvenes y él, viejo. Él contaba sus pobres aventuras: ingenuidades miradas desde arriba, cansancios que él celebraba como victorias. No escatimaba los silencios en su narración, y, como tenía prisa por decirlo todo antes de que se marcharan, contaba de su pasado todo cuanto consideraba propio para impresionar a sus oyentes. Su único vicio era hacerse escuchar: no quería ver la ironía de las miradas y la brusquedad burlona que no le ocultaban. Él era para ellos el viejo de quien se sabe que todo iba bien en su época, aunque él creía ser el abuelo respetado cuya experiencia pesa siempre. Los jóvenes no saben que la experiencia es una derrota y que es preciso perderlo todo para saber un poco. Él había sufrido. Pero no decía nada. Es mejor parecer feliz. Y luego, si estaba equivocado en eso, hubiese sido mucho peor si hubiera pretendido conmover con sus desgracias. ¿Qué importan las desgracias de un viejo cuando la vida os ocupa por entero? Él hablaba y hablaba, y se recreaba en el tono gris de su voz ensordecida. Pero eso no podía durar. Su placer pedía un final y la atención de sus oyentes declinaba. Ya ni siquiera era entretenido; era viejo. Y a los jóvenes les gusta el billar y las cartas, que no se parecen al trabajo tonto de cada día.
Pronto se quedó solo, a pesar de sus esfuerzos y de sus mentiras para hacer más atrayente su narración. Sin ninguna consideración, los jóvenes le habían dejado. Nuevamente solo. No ser ya escuchado: eso es lo que es terrible cuando se es viejo. Se le condenaba al silencio y a la soledad. Se le daba a entender que iba a morir pronto. Y un hombre viejo que va a morir es inútil, incluso molesto e insidioso. Que se vaya. O por lo menos, que se calle: es lo menos que puede hacer. Y él sufre porque no puede callarse sin pensar que es viejo. Sin embargo, se levantó y se marchó, saludando a toda la gente a su alrededor. Pero no encontró más que rostros indiferentes o sacudidos por una alegría en la que no tenía derecho a participar. Un hombre se reía: “Es vieja, no digo que no, pero a veces es en las cazuelas viejas donde salen los mejores caldos.” Otro, ya más serio: “En casa no somos ricos, pero se come bien. Fíjate, mi nieto, come más que su padre. A su padre le basta con una libra de pan, ¡él necesita un kilo! Y venga de salchichón, y venga de camembert. A veces, cuando ha terminado, dice «¡Ham! ¡Ham!» y sigue comiendo.” El viejo se alejó. Y con su paso lento, un pasito de burro de carga, recorrió las largas aceras repletas de hombres. Se sentía mal y no quería volver a casa. De ordinario, le gustaba volver a encontrar la mesa y la lámpara de petróleo, los platos donde, maquinalmente, sus dedos encontraban su sitio. También le gustaba la cena en silencio, con la vieja sentada frente a él, masticando largamente los bocados, con el cerebro vacío y los ojos fijos y muertos. Esta noche, volvería más tarde. Con la cena servida y fría, la vieja estaría acostada, sin preocuparse, pues ya conocía sus retrasos imprevistos. Ella decía: “Está lunático”, y con eso estaba dicho todo.
Iba ahora, con su suave pasito repetido. Estaba solo y viejo. Al final de una vida, la vejez vuelve en nauseas. Todo conduce a que ya no se es escuchado. Él anda, da la vuelta a una esquina, tropieza, casi se cae. Yo le he visto. Es ridículo pero qué puede hacer uno. A pesar de todo, prefiere la calle, la calle, antes que esas horas en que, en su casa, la fiebre le medio oculta a la vieja y le aísla en su habitación. Entonces, algunas veces, se abre lentamente la puerta y se queda entreabierta durante un instante. Entra un hombre. Está vestido de claro. Se sienta frente al viejo y se calla durante largos minutos. Está inmóvil, como la puerta entreabierta de hace un momento. De vez en cuando, se pasa la mano por los cabellos y suspira despacio. Cuando ha mirado durante largo tiempo al viejo con la misma mirada cargada de tristeza, se marcha, silenciosamente. Tras de él, un ruido seco cae del pestillo y el viejo permanece allí, horrorizado, con su miedo ácido y doloroso en el vientre. Mientras que en la calle, no está solo, a poca gente que se encuentre. Siente su fiebre. Su pasito se hace más rápido: mañana todo cambiará, mañana. De repente descubre que mañana será semejante a hoy, y pasado mañana y todos los demás días. Y este irremediable descubrimiento le aplasta. Son ideas semejantes las que os hacen morir. Por no poder soportarlas se mata uno —o si se es joven, se hacen frases con ellas.
Viejo, loco, borracho, no se sabe. Su fin será un fin digno, sollozante, admirable. Morirá hermosamente, quiero decir en el dolor. Esto le servirá de consuelo. Y por otra parte, ¿a dónde ir?: él es viejo para siempre. Los hombres edifican sobre la vejez, que va a venir. A esta vejez asaltada por irremediables, quieren dar la ociosidad que les deja sin defensa. Quieren ser contramaestres para retirarse a un pequeño chalet. Pero una vez hundidos en la edad, saben bien que es falso. Necesitan a los otros hombres para protegerse. Y en cuanto a él, era preciso que le escuchasen para que él creyese en su vida. Ahora, las calles estaban más oscuras y menos concurridas. Todavía se escuchaban algunas voces. En la extraña paz de la noche, se hacían más solemnes. Tras las colinas que rodeaban a la ciudad, había todavía resplandores del día. Una humareda, imponente, que no se sabe de dónde había llegado, apareció por detrás de los árboles. Lentamente fue ascendiendo y se extendió como un pino. El viejo cerró los ojos. Ante la vida que se llevaba los alborotos de la ciudad y la sonrisa tonta, indiferente, del cielo, él estaba solo, desamparado, desnudo, muerto ya.
¿Es necesario describir el reverso de esta hermosa medalla? Se supone que en una habitación sucia y oscura la vieja ponía la mesa, que preparada la cena se sentó, miró la hora, esperó un poco y se puso a comer con apetito. Ella pensaba: “Está lunático.” Estaba dicho todo.

Eran cinco: la abuela, su hijo menor, la hija mayor y los dos niños de esta última. El hijo era casi mudo; la hija, paralítica, pensaba a duras penas, y, de los dos hijos, uno trabajaba ya en una compañía de seguros cuando el más pequeño continuaba sus estudios. A los sesenta años, la abuela dominaba todavía este pequeño mundo. En la cabecera de la cama, podía verse un retrato suyo en el que, cinco años más joven, erguida dentro de un vestido negro, cerrado en el cuello por un medallón, sin arrugas, con inmensos ojos claros y fríos, tenía este porte de reina que no resignó más que con la edad y que a veces trataba de encontrar en la calle.
Es a esos ojos claros a los que su nieto debía un recuerdo del que todavía se avergonzaba. La vieja mujer esperaba a que hubiese visitas para preguntarle, mirándole severamente: “¿A quién quieres más, a tu madre o a tu abuela?” Las cosas se arreglaban cuando la hija estaba presente. Pues en todos los casos, el niño contestaba: “A mi abuela”, frenando, en su corazón, un gran impulso de amor hacia esta madre que se callaba siempre. O entonces, cuando a los visitantes les extrañaba esta preferencia, la madre decía: “Es que se ha criado con ella.”
Así es como la vieja mujer creía que el amor es una cosa que se exige. Sacaba de su conciencia de buena madre de familia una especie de rigidez e intolerancia. Ella jamás había engañado a su marido y le había dado nueve hijos. Tras de su muerte, había educado a su pequeña familia con energía. Partidos de su granja de las afueras, habían ido a dar a un viejo barrio pobre que habían habitado siempre.
Y, ciertamente, no le faltaban cualidades a esta vieja mujer. Pero para sus nietos, que estaban en la edad de los juicios absolutos, no era más que una comediante. Uno de sus tíos les había contado una historia significativa. Es que, viniendo un día a visitar a la abuela, la vio desde lejos, sin hacer nada, en la ventana. Pero lo recibió con un trapo en la mano y siguió limpiando, excusándose del poco tiempo que le dejaban los cuidados de la casa para ese menester. Y hay que reconocer que todo era así. Se desmayaba con gran facilidad al acabar una discusión en familia. Padecía también vómitos debidos a una enfermedad del hígado. Pero no tenía discreción alguna en el ejercicio de su enfermedad. Lejos de retirarse, vomitaba ruidosamente en el cubo de la basura de la cocina. Y cuando volvía junto a los suyos, pálida, con los ojos llenos de lágrimas por el esfuerzo, si le rogaban que se acostase, en seguida recordaba la cocina y lo que allí tenía por hacer, y el papel que desempeñaba en la dirección de la casa: “Soy yo quien hace todo aquí.” Y también: “¡Qué sería de vosotros como llegara a faltar yo!”
Los niños se acostumbraron a no hacer caso de sus vómitos, de sus “ataques”, como ella decía, ni de sus quejas. Un día se metió en la cama y mandó llamar al médico. Para complacerla lo hicieron venir. El primer día no vio más que malestar general, el segundo, un cáncer de hígado, y el tercero, una ictericia grave. Pero el más pequeño de los dos hijos se empeñaba en no ver en ello más que una nueva comedia, un fingimiento más refinado. No estaba preocupado. Esta mujer le había oprimido demasiado para que sus primeras impresiones pudieran ser pesimistas. Y hay una especie de valentía desesperada en la lucidez y en la negativa a amar. Pero fingiendo la enfermedad, puede llegarse efectivamente a sentirla: la abuela fue tan lejos en su simulación que llegó a la muerte. El último día, asistida por sus hijos, estaba liberándose de sus fermentaciones intestinales. Se dirigió con sencillez a uno de sus nietos: “Ves —dijo—, me tiro pedos como un cerdito.” Una hora después se murió.
Su nieto, se daba bien cuenta ahora, no había comprendido gran cosa. No podía apartar la idea de que esta mujer había representado ante él la última y más monstruosa de sus simulaciones. Y si se preguntaba si sentía alguna pena por su muerte, no sentía ninguna. Únicamente el día del entierro, a causa de la explosión general de lágrimas, lloró, pero con el temor de no ser sincero y de mentir delante de la muerte. Era una hermosa mañana de invierno soleada. En el azul del cielo, se adivinaba el frío revestido de amarillo. El cementerio dominaba la ciudad, y podía verse cómo caía el sol transparente sobre la bahía temblorosa de luz, como un labio húmedo.

¿Que todo eso no puede conciliarse? Hermosa verdad. Una mujer a quien se abandona para ir al cine, un viejo al que ya no se le escucha, una muerte que no rescata nada y luego, al otro lado, toda la luz del mundo. ¿Qué importa eso, si se acepta todo? Se trata de tres destinos semejantes y sin embargo diferentes. La muerte para todos, pero para cada cual su muerte. Después de todo, el sol nos calienta hasta los huesos.

2. ENTRE EL SÍ Y EL NO


Si es cierto que los únicos paraísos son los que se han perdido, yo sé cómo llamar a este algo tierno e inhumano que me habita hoy. Un emigrante vuelve a su patria. Y yo, me acuerdo. Ironía, rigidez, todo se calla y heme aquí repatriado. No quiero rumiar felicidad. Es mucho más sencillo y es mucho más fácil. Pues de estas horas que, desde el fondo del olvido, yo traigo hacia mí, se ha conservado sobre todo el recuerdo intacto de una pura emoción, de un instante suspendido en la eternidad. Eso solamente es verdad en mí y yo lo sé siempre demasiado tarde. Amamos la elegancia de un gesto, la oportunidad de un árbol en el paisaje. Y para recrear todo este amor, no tenemos más que un detalle, pero que es suficiente: un olor de habitación demasiado tiempo cerrada, el sonido singular de un paso por la carretera. Así me ocurre a mí. Y si entonces amase entregándome, sería yo mismo puesto que no hay más que el amor para volvernos a nosotros mismos.
Lentas, pacíficas y graves, estas horas vuelven, tan fuertes, tan conmovedoras —porque es de noche, porque la hora es triste y porque hay una especie de deseo impreciso en el cielo sin luz. Cada gesto encontrado me revela a mí mismo. Un día me han dicho: “Es tan difícil vivir.” Y yo me acuerdo del tono. Otra vez alguien ha murmurado: “El peor error, es hacer sufrir todavía.” Cuando todo se ha acabado, la sed de vida está apagada. ¿Es eso lo que se llama felicidad? Repasando estos recuerdos, cubrimos todo con el mismo ropaje discreto y la muerte se nos presenta como una tela de fondo de tonos viejos. Volvemos sobre nosotros mismos. Sentimos nuestra miseria y nos amamos mejor. Sí; es quizá eso la felicidad, el sentimiento compasivo de nuestra desgracia.
Así ocurre esta noche. En este café moro, al extremo de la ciudad árabe, me acuerdo no de una felicidad pasada, sino de un extraño sentimiento. La noche ha caído ya completamente. Sobre las paredes, unos leones de amarillo canario persiguen a unos jeques vestidos de verde, entre palmeras de cinco ramas. En un rincón del café, una lámpara de acetileno proyecta una luz imprecisa. El alumbrado real lo produce el hogar, al fondo de un pequeño horno con esmaltes verdes y amarillos. La llama ilumina el centro de la estancia y yo siento sus reflejos en mi cara. Estoy de frente a la puerta y a la amplia ventana. Acurrucado en un rincón, el dueño del café parece que mira a mi vaso vacío, con una hoja de menta en el fondo. No hay nadie en la sala, se oyen lejanos los ruidos de la ciudad, a lo lejos se ven las luces sobre la bahía. Oigo al árabe que respira profundamente, y sus ojos brillan en la penumbra. A lo lejos, ¿es el ruido del mar?, el mundo suspira hacia mí en un ritmo largo y me trae la indiferencia y la tranquilidad de lo que no muere. Unos grandes reflejos rojos hacen ondularse a los leones en la pared. El aire viene fresco. Una sirena se escucha en el mar. Los faros empiezan a girar: una luz verde, otra roja, otra blanca. Y siempre este gran suspiro del mundo. Una especie de canto secreto nace de esta indiferencia. Y heme aquí repatriado. Pienso en un niño que vivió en un barrio pobre. ¡Este barrio, esta casa! No tenía más que un piso y en las escaleras no había una mala bombilla. Ahora todavía, tras largos años, podría volver allí en plena noche. Él sabe que subiría la escalera sin tropezar ni una vez. Su cuerpo mismo está impregnado de esta casa. Sus piernas conservan en ellas la altura exacta de los escalones. Su mano, el horror instintivo, nunca dominado, de la barandilla de la escalera. Y era a causa de las cucarachas.
En las tardes de verano, los obreros se ponen al balcón. En su casa, no había más que una pequeña ventana. Entonces, se bajaban unas sillas delante de la casa y se tomaba el fresco. Había la calle, los vendedores de helados próximos, los cafés de enfrente, y los ruidos de los niños que corrían de puerta en puerta. Pero sobre todo, entre los grandes ficus, estaba el cielo. Hay una soledad en la pobreza, pero una soledad que da a cada cosa su precio. En un cierto grado de riqueza, el mismo cielo y la noche estrellada parecen bienes sobrenaturales. Pero en lo bajo de la escala, el cielo vuelve a tomar su sentido pleno: una gracia sin precio. ¡Noches de verano, misterios donde titilan las estrellas! Había detrás del niño una cloaca y su sillita, desvencijada, se hundía un poco con su peso. Pero él, con los ojos levantados al cielo, se embriagaba con la noche pura. A veces pasaba un tranvía, grande y rápido. Un borracho canturreaba en la esquina de una calle sin llegar a perturbar el silencio.
La madre del niño estaba también silenciosa. En ciertas ocasiones, le preguntaba: “¿En qué estás pensando?” “En nada”, contestaba ella. Y es verdad. Todo está en eso, es decir, nada. Su vida, sus intereses, sus hijos se limitan a estar ahí, con una presencia demasiado natural para ser sentida. Ella ya estaba achacosa, a duras penas si pensaba. Tenía una madre ruda y dominante, que sacrificaba todo a un amor propio agudizado y que había dominado largamente el débil espíritu de su hija. Emancipada por el matrimonio, había vuelto a ser dócil, una vez que murió el marido. Había muerto en el campo del honor, como dicen. En sitio preferente, puede verse en un marco dorado la cruz de guerra y la medalla militar. El hospital ha mandado además a la viuda un pequeño trozo de metralla encontrado en las carnes. La viuda lo ha conservado. Hace mucho tiempo que no tiene pena ya. Ella ha olvidado a su marido, pero habla todavía del padre de sus hijos. Para educar a estos últimos, trabaja y da el dinero a su madre. Esta educa a los niños con un vergajo. Cuando golpea demasiado fuerte, su hija le dice: “No pegues en la cabeza.” Porque son sus hijos, y les quiere. Les quiere con un amor igual, que jamás se ha revelado a ellos. Algunas veces, como en esas tardes que él recuerda, al volver del trabajo agobiada (asiste en algunas casas), encuentra la casa vacía. La vieja está de recados, los niños todavía están en el colegio. Ella se deja caer en una silla y, con la vista perdida, deja correr los ojos por una ranura de la tarima distraídamente. A su alrededor, se hace noche ciega y este mutismo es de una desolación irremediable. Si el niño entra en ese momento, distingue la delgada silueta de hombros huesudos y se para: tiene miedo. Él empieza a sentir ya muchas cosas. Apenas si se ha dado cuenta de su propia existencia. Pero le cuesta llorar en presencia de este silencio animal. Tiene compasión de su madre, ¿es eso amarla? Ella jamás lo ha acariciado, ya que no sabría. Él se queda entonces largos minutos mirándola. Sintiéndose como extraño, toma conciencia de su pena. Ella no le oye, pues es sorda. Dentro de un momento, la vieja volverá, la vida renacerá: la luz redonda de la lámpara de petróleo, el hule, los gritos, las palabras gruesas. Pero ahora, este silencio señala una parada, un instante único. Por sentir eso confusamente, el niño cree sentir en el impulso que le domina, amor por su madre. Y es necesario, ya que después de todo, es su madre.
Ella no piensa en nada. Fuera, la luz, los ruidos; aquí el silencio en la noche. El niño crecerá, aprenderá. Se le educa, le pedirán reconocimiento, como si le evitase el dolor. Su madre tendrá siempre estos silencios. Él crecerá en el dolor. Ser un hombre, eso es lo que cuenta. Su abuela se morirá, después su madre, él.
La madre se ha estremecido. Ha tenido miedo. Él se queda como bobo mirándola de esa forma. Que se vaya a hacer los deberes. El niño ha hecho sus deberes. Hoy está en un café sórdido. Es ahora un hombre. ¿No es eso lo que cuenta? Hay que creer que no es así, ya que hacer sus deberes y aceptar ser un hombre conduce solamente a ser viejo.
El árabe en su rincón, sigue acurrucado, con los pies entre las manos. De las terrazas sube un olor a café tostado y el charloteo animado de voces jóvenes. Un remolcador da otra vez su nota grave y suave. El mundo se acaba aquí como cada día y, de todos sus tormentos sin medida, nada queda ahora más que esta promesa de paz. ¡La indiferencia de esta madre extraña! No hay más que esta inmensa soledad del mundo que me dé su medida. Una noche, habían llamado a su hijo —ya mayor— junto a ella. Un susto grande le había provocado una seria conmoción cerebral. Ella tenía la costumbre de salir al balcón al atardecer. Cogía una silla y colocaba su boca sobre el hierro frío y salado del balcón. Miraba a la gente que pasaba. Tras de ella, iba cayendo la noche poco a poco. Delante de ella, las tiendas se iluminaban bruscamente. La calle se llenaba de gente y de luces. Ella se perdía en una contemplación sin objeto. Aquella noche de que hablo, un hombre había surgido detrás de ella, la había arrastrado, golpeado y había huido al oír ruido. Ella no había visto nada, y se había desvanecido. Cuando su hijo llegó estaba acostada. Por consejo del médico decidió pasar la noche junto a ella. Se tumbó en la cama, a su lado, encima de las colchas. Era en verano. El miedo del drama reciente se arrastraba todavía por la habitación excesivamente caldeada. Unos pasos chirriaban y las puertas rechinaban como los pasos. En el aire pesado, flotaba el olor del vinagre con que habían aliviado a la enferma. Ella, por su parte, se agitaba, gemía, se sobresaltaba a veces bruscamente. Ella le sacaba entonces de cortas somnolencias, de las que salía empapado de sudor, ya espabilado, y en las que volvía a caer, pesadamente, tras una mirada al reloj en el que bailaba, repetida tres veces, la llama de lamparilla. No fue sino mucho más tarde cuando se dio cuenta de lo solos que habían estado aquella noche. Solos contra todos. Los “otros” dormían, a la hora en que los dos respiraban con fiebre. En esta vieja casa, todo parecía hueco entonces. Los tranvías de la media noche se llevaban al alejarse toda la esperanza que nos viene de los hombres, todas las certezas que nos da el ruido de las ciudades. La casa resonaba todavía con su paso y todo se apagaba gradualmente. No quedaba ya más que un gran jardín de silencio donde crecían a veces los gemidos miedosos de la enferma. Él jamás se había encontrado más desolado. El mundo se había disuelto y, con él, la ilusión de que la vida vuelve a empezar todos los días. Nada existía ya, estudios o ambiciones, preferencias en el restaurant o colores favoritos. Nada más que la enfermedad y la muerte en las que se sentía hundido... Y sin embargo, a la misma hora en que se hundía el mundo, él vivía. E incluso había terminado por quedarse dormido. No sin embargo sin llevarse la imagen desesperante y tierna de una soledad de dos. Más tarde, mucho más tarde, debería recordar ese olor mezclado de sudor y de vinagre, ese momento en que había sentido los lazos que le unían a su madre. Como si ese olor fuese la inmensa compasión de su corazón, extendida a su alrededor, hecha cuerpo y representando, con aplicación, sin preocupación de impostura, el papel de una pobre mujer vieja de destino conmovedor.
Ahora el fuego se había cubierto de cenizas en el hogar. Y siempre el mismo suspiro de la tierra. Una derbuka dejaba oír su canto, una voz de mujer que se ríe lo acompaña. Unas luces se adelantan por la bahía —sin duda las barcas de pesca que regresan a la dársena. El trozo de cielo que domino desde mi sitio está limpio de nubes. Tapizado de estrellas, se agita bajo un soplo puro y las alas de fieltro de la noche giran a mi alrededor. ¿Hasta dónde llegará esta noche en la que ya no me pertenezco? Hay una virtud peligrosa en la palabra “sencillez”. Y esta noche, yo comprendo que se puede querer morir porque, ante la mirada de una cierta transparencia de la vida, ya nada tiene importancia. Un hombre padece y sufre desgracia tras desgracia. Las soporta, se instala en su destino. Le estiman. Y luego, una noche, nada: encuentra a un amigo a quien ha querido mucho. Éste le habla distraídamente. Al volver a casa, el hombre se suicida. En seguida viene el hablar de disgustos íntimos y de drama secreto. No. Y si se necesita absolutamente una causa, se ha matado porque un amigo le ha hablado distraídamente. Así, cada vez que me ha parecido sentir el sentido profundo del mundo, es su sencillez lo que me ha conmovido siempre. Mi madre, aquella noche, y su extraña indiferencia.
Otra vez, vivía yo en un chalet de las afueras, sólo con un perro, un gato y una gata, y sus gatines negros. La gata no podía amamantarlos. Uno a uno todos iban muriendo. Llenaban la habitación de suciedad. Y cada noche, al volver, encontraba a uno patas arriba con el hocico retorcido. Una noche, encontré al último a medio comer por su madre. Ya olía mal. El olor de muerte se mezclaba con el de orina. Me senté entonces en medio de toda esta miseria y, con las manos en la basura, respirando este olor de podredumbre, miré durante largo rato la llama demente que brillaba en los ojos verdes de la gata, quieta en su rincón. Sí. Es también así esta noche. En un cierto grado de miseria, ya nada conduce a más nada, ni la esperanza ni la desesperanza parecen fundadas, y la vida toda entera se resume en una imagen. ¿Pero por qué pararse en eso? Sencillo, todo es sencillo, en las luces de los faros, una verde, una roja, una blanca; en el fresco de la noche y en los olores de ciudad y de miseria que suben hasta mí. Si esta noche, es la imagen de una cierta infancia lo que vuelve a mí, ¿cómo no recoger la lección de amor y de pobreza que puedo sacar de ella? Puesto que esta hora es como un intervalo entre el sí y el no, dejo para otras horas la esperanza o el disgusto de vivir. Sí; recoger solamente la transparencia y la sencillez de los paraísos perdidos: en una imagen. Y es así como no hace mucho tiempo, en una casa de un viejo barrio, un hijo ha ido a ver a su madre. Se han sentado frente a frente, en silencio. Pero sus miradas se encuentran:
—¿Qué tal, mamá?
—Pues, ya ves.
—¿Te aburres? ¿No hablo mucho?
—Oh, tú nunca has hablado mucho.
Y una hermosa sonrisa se dibuja sobre su rostro. Es verdad, él jamás le ha hablado. ¿Pero qué necesidad había, en verdad? Callándose, se aclara la situación. Él es su hijo, ella es su madre. Ella puede decirle: “Tú lo sabes.”
Ella está sentada en el diván, con los pies juntos, con las manos encima de las rodillas. Él, en su silla, apenas la mira y fuma sin descanso. Un silencio.
—No deberías fumar tanto.
—Es verdad.
Todo el olor del barrio se cuela por la ventana. El acordeón del café vecino, la circulación más rápida por la noche, el olor de los asadores de carne que se come entre pequeños panes alargados, un niño que llora en la calle. La madre se levanta y coje su labor de punto. Tiene dedos hinchados, que el atritismo ha deformado. No trabaja de prisa, volviendo a repetir tres veces la misma malla o deshaciendo toda una hilera con un sordo crepitar.
—Es un pequeño chaleco. Me lo pondré con un cuello blanco. Con eso y mi abrigo negro, estaré vestida para la temporada.
Se ha levantado para dar la luz.
—Anochece ahora pronto.
Era verdad. Ya no era verano y todavía no había llegado el otoño. En el cielo tranquilo, chillaban unos vencejos.
—¿Volverás pronto?
—Pero si todavía no me he ido. ¿Por qué me dices eso?
—No; era por decirte algo.
Pasa un tranvía. Un auto.
—¿Es verdad que me parezco a mi padre?
—Oh, tu padre pero que ni pintado. Desde luego; no lo has conocido. Tenías seis meses cuando murió. ¡Pero si tuvieses un bigotito!
Ha hablado de su padre sin convicción. Ningún recuerdo, ninguna emoción. Sin duda, un hombre como tantos otros. Por otra parte, había partido para el frente con entusiasmo. Cayó en el Marne, con el cráneo abierto. Estuvo ciego y agonizante durante una semana: se le había inscrito en el monumento a los muertos de su pueblo.
—En el fondo —dice ella—, es mejor. Hubiera vuelto ciego o loco. Entonces, el pobre...
—Es verdad.
¿Y qué es pues lo que le retiene en esta habitación, sino la certeza de que así es mejor, el sentimiento de que toda la absurda sencillez del mundo se ha refugiado en esta habitación?
—¿Volverás? —dice ella—. Ya sé que tienes mucho trabajo. Pero bueno, de vez en cuando...
Pero a esta hora, ¿donde estoy? ¿Y cómo separar este café desierto de esta habitación del pasado? Ya no sé bien si vivo o si recuerdo. Las luces de los faros están ahí. Y el árabe que está de pie ante mí, me dice que va a cerrar. Hay que salir. Yo no quiero bajar esta pendiente tan peligrosa. Es cierto que miro por última vez la bahía y sus luces, que lo que sube entonces hacia mí no es la esperanza de días mejores, sino una indiferencia serena y primitiva para todo y para mí mismo. Pero hay que romper esta curva demasiado blanda y demasiado fácil. Necesito mi lucidez. Sí; todo es sencillo. Son los hombres quienes complican las cosas. Que no nos vengan con cuentos. Que no nos digan del condenado a muerte: “Va a pagar su deuda con la sociedad”, sino: “Le van a cortar la cabeza.” No parece nada, pero es una pequeña diferencia. Y después, hay gente que prefiere mirar a su destino en los ojos.

3. LA MUERTE EN EL ALMA


Llegué a Praga a las seis de la tarde. En seguida, llevé mis equipajes a consigna. Tenía todavía un par de horas para buscar hotel. Y me sentía colmado de un extraño sentimiento de libertad porque mis dos maletas no pesaban ya en mis brazos. Salí de la estación, anduve a lo largo de unos jardines y me encontré metido de repente en plena avenida Wenceslas, hirviendo de gente a esta hora. A mi alrededor, un millón de seres que habían vivido hasta entonces y de su existencia nada había trascendido a mí. Ellos vivían. Yo estaba a miles de kilómetros de mi tierra natal. Yo no comprendía su lengua. Todos andaban de prisa. Y al pasarme, todos se desprendían de mí. Perdí pie en la acera.
Tenía poco dinero. Justo con qué vivir seis días. Pero, al cabo de ese tiempo me vendrían a buscar. Sin embargo, también estaba inquieto por esto. Me puse pues a buscar un hotel modesto. Estaba en la parte nueva de la ciudad y todos los que veía estaban llenos de luces, de risas y de mujeres elegantes. Fui más de prisa. Algo en mi carrera precipitada se parecía a una huida. Hacia las ocho, sin embargo, cansado, llegué a la ciudad vieja. Allí, un hotel de apariencia modesta, con una entrada pequeña, me sedujo. Entré. Hice mi ficha y cogí la llave. Tengo la habitación número treinta y cuatro, en el tercer piso. Abro la puerta y me encuentro en una habitación muy lujosa. Busco la indicación del precio: es dos veces más elevado de lo que pensaba. El asunto del dinero se hace fastidioso. No puedo vivir más que pobremente en esta gran ciudad. La inquietud, todavía indiferenciada de hace un momento, se precisa. No me encuentro a gusto. Me siento hueco y vacío. Tengo, sin embargo, un momento de lucidez: siempre me han atribuido, con razón o sin ella, la mayor indiferencia en asuntos de dinero. ¿Qué viene a hacer aquí esta estúpida aprensión? Pero, ya, el espíritu sigue su camino. Hay que comer, andar de nuevo y buscar un restaurant barato. No tengo más que diez coronas para cada una de mis comidas, no puedo gastar más. De todos los restaurantes que veo, el menos caro es también el menos acogedor. Paso y vuelvo a pasar una y otra vez. En el interior, acaban por notar mi juego: hay que entrar. Es una bodega bastante sombría, pintada con unos frescos pretenciosos. Entre el público hay de todo. En un rincón, unas cuantas mujeres de la vida fuman y hablan con seriedad. Unos hombres comen, la mayor parte de edad indefinida. El camarero, un coloso de smoking grasiento, se adelanta hacia mí con una enorme cabeza sin expresión. Rápidamente, al azar, señalo en el menú, incomprensible para mí, un plato. Pero al parecer, requiere una aclaración. Y el camarero me pregunta en checo. Yo contesto con el poco alemán que sé. Él ignora el alemán. Yo me pongo nervioso. Él llama a una de las mujeres que avanza con la postura clásica, la mano izquierda en la cadera, el cigarrillo en la derecha y la sonrisa a flor de labios. Se sienta en mi mesa y me pregunta en un alemán que yo encuentro tan malo como el mío. Todo se explica. El camarero quería cantarme las excelencias del plato del día. Como buen jugador, acepto el plato del día. La mujer me sigue hablando, pero ya no entiendo lo que dice. Naturalmente, digo que sí con aspecto convencido. Pero yo ya no estoy aquí. Todo me exaspera, vacilo, no tengo hambre. Y sigo sintiendo un punzante cosquilleo y molestias en el vientre. Ofrezco un bock de cerveza porque conozco las reglas. Llega el plato del día, y como: una mezcla de sémola y de carne, echada a perder por una inconcebible cantidad de cominos. Pero yo estoy pensando en otra cosa, o más bien en nada, fijándome en la boca gordezuela y risueña de la mujer que está frente a mí. ¿Cree ella en una invitación? Hela aquí junto a mí, se hace pegajosa. Un gesto maquinal mío la detiene. (Era fea. He pensado a menudo que si esa mujer hubiese sido guapa, hubiese evitado todo lo que vino después.) Yo tenía miedo de estar enfermo, allí, en medio de esas gentes en plan de juerga. Y más miedo todavía de estar solo en mi habitación del hotel, sin dinero y sin entusiasmo, reducido a mí mismo y a mis miserables pensamientos. Todavía hoy, me pregunto, con fastidio, cómo el ser huraño y cobarde que yo era entonces ha podido salir de mí. Me marché. Anduve por la ciudad vieja, pero incapaz de permanecer por más tiempo frente a mí mismo, corrí hasta mi hotel, me acosté y esperé el sueño que llegó casi en seguida.
Todo país donde me aburro es un país que no me enseña nada. Es con frases semejantes con las que trataba de animarme. ¿Pero voy a describir los días que siguieron? Volví a mi restaurante. Mañana y noche, sufrí la horrorosa comida hecha con cominos que me revolvía el estómago. Por eso, paseaba durante todo el día una perpetua gana de devolver. Pero no cedía a ello, sabiendo que tenía que alimentarme. Por otra parte, ¿qué era eso comparado con lo que hubiera tenido que sufrir tratando de buscar otro restaurante? Allí, por lo menos, era “conocido”. Se me sonreía aunque no me hablaran. Por otra parte la angustia iba ganando terreno. Me preocupaba demasiado por esas punzadas en mi cerebro. Decidí organizar mis días, y poner en ellos unos puntos de apoyo. Me quedaba en la cama hasta lo más tarde posible y así mis jornadas se encontraban disminuidas en ese tiempo. Me aseaba y salía a explorar metódicamente la ciudad. Me perdía en las suntuosas iglesias barrocas, tratando de encontrar allí una patria, pero saliendo más vacío y más desesperado de este “tête à tête” conmigo mismo. Deambulaba a lo largo del Ultava, cortado con presas donde rebullía el agua. Pasé horas sin medida en el inmenso barrio de Hradschin, desierto y silencioso. A la sombra de su catedral y de sus palacios, a la hora en que se ponía el sol, mi paso solitario hacía resonar sus calles. Al darme cuenta, volvía a ser presa del pánico. Cenaba pronto y me acostaba a las ocho y media. El sol me arrancaba de mí mismo. Iglesias, palacios y museos, intentaba suavizar mi angustia en todas las obras de arte. Truco clásico: yo quería resolver mi rebelión en melancolía. Pero en vano. Tan pronto como salía, ya era un extranjero. Una vez, sin embargo, en un claustro barroco, al otro extremo de la ciudad, la suavidad de la hora, las campanas que tañían lentamente, bandadas de palomas que salían de la vieja torre, algo también como un perfume de hierbas y de nada, hizo nacer en mí un silencio cuajado de lágrimas que me puso a dos dedos de la liberación. Y al caer la noche, escribí de una sentada lo que sigue y que transcribo con fidelidad, porque vuelvo a encontrar en su énfasis mismo la complejidad de lo que yo sentía entonces: “¿Y qué otro provecho querer sacar del viaje? Heme aquí sin adornos. Ciudad cuyos letreros no sé leer, caracteres extraños donde no se pega nada familiar, sin amigos a quienes hablar, sin diversiones en fin. De esta habitación a donde llegan los ruidos de una ciudad extraña, yo sé bien que nada me puede sacar para llevarme hacia la luz más delicada de un hogar o de un lugar amado. ¿Voy a llamar, a gritar? Serán caras extrañas las que aparezcan. Iglesias, oro e incienso, todo me arroja en una vida cotidiana donde mi angustia da su precio a cada cosa. Y he aquí que el telón de las costumbres, el tejido cómodo de los gestos y de las palabras en que se adormece el corazón, se levanta lentamente y descubre finalmente la cara pálida de la inquietud. El hombre está frente a frente consigo mismo: le desafío a que sea feliz... Y es sin embargo por eso por lo que le ilumina el viaje. Entre él y las cosas se produce un gran desacuerdo. En este corazón menos firme, entra más fácilmente la música del mundo. En fin, en esta gran privación, el menor árbol aislado se convierte en la más tierna y frágil de las imágenes. Obras de arte y sonrisas de mujeres, razas de hombres plantadas en su tierra y monumentos donde los siglos se resumen, es un conmovedor y sensible paisaje que compone el viaje. Y después, al final del día, esta habitación de hotel donde algo nuevo cala en mí como un hambre de alma.” Pero no necesito decir que todo eso, eran cuentos para dormirme. Y ahora puedo decirlo, lo que me queda de Praga, es este olor de pepino en vinagre, que venden en todas las esquinas de las calles, para comer de pie, y cuyo perfume agrio y picante despertaba mi angustia y la nutría desde el momento en que había traspasado el umbral de mi hotel. Eso y quizá también cierta musiquilla de acordeón. Bajo mis ventanas, un ciego manco, sentado sobre su instrumento, lo sujetaba con una nalga y lo manejaba con la mano útil. Era siempre la misma musiquilla pueril y tierna que me despertaba por las mañanas para ponerme bruscamente en la realidad sin decoración en que me debatía.
Recuerdo todavía que, a las orillas del Ultava, me paraba de repente y, penetrado por este olor o esta melodía, fuera de mí, me decía en voz baja: “¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?” Pero, sin duda, todavía no había llegado a los confines. El cuarto día, por la mañana, hacia las diez, me preparaba para salir. Quería visitar cierto cementerio judío que no había encontrado el día anterior. Llamaron a la puerta de una habitación de al lado. Tras de un momento de silencio, volvieron a llamar de nuevo. Largamente, esta vez, pero aparentemente en vano. Un paso cansino se oía bajar por las escaleras. Sin prestar atención a ello, sin pensar en nada, perdí algún tiempo en leer el modo de empleo de una crema de afeitar, que estaba usando desde hacía un mes. El día estaba pesado. Desde el cielo cubierto, una luz cobriza bajaba sobre las torres y las cúpulas de la vieja Praga. Los vendedores de periódicos anunciaban igual que todas las mañanas el Narodni Politika. Con trabajo me desprendí de la galbana, que me ganaba la partida. Pero en el momento de salir, me crucé con el mozo, que traía un manojo de llaves. Me paré. Volvió a llamar de nuevo, insistentemente. Intentó abrir. No lo consiguió. Debía de tener echado el cerrojo por dentro el huésped. Nuevos golpes. La habitación sonaba a hueco, y de forma tan lúgubre que, angustiado, me marché sin querer preguntar nada. Pero en las calles de Praga, yo estaba perseguido por un doloroso presentimiento. ¿Cómo olvidaré la cara inexpresiva del mozo, sus zapatos relucientes con la puntera curva, y el botón que le faltaba en la chaqueta? Me fui a comer, pero lo hice con un creciente desagrado. Hacia las dos volví al hotel.
En el hall, la gente cuchicheaba. Subí rápidamente los pisos para encontrarme antes frente a lo que esperaba. En efecto, era eso. La puerta de la habitación estaba a medio abrir, de manera que únicamente se veía una gran pared pintada de azul. Pero la luz sorda de que he hablado antes proyectaba sobre esta pantalla la sombra de un muerto tendido sobre la cama y la de un policía montando la guardia delante del cuerpo. Las dos sombras se cortaban en ángulo recto. Esta luz me impresionó vivamente. Era auténtica, una verdadera luz de vida, de tarde de vida, una luz que hace que uno se dé cuenta de que vive. Él estaba muerto. Solo en su habitación. Yo sabía que no era un suicida. Me metí precipitadamente en la habitación y me tumbé encima de la cama. Un hombre como otros muchos, pequeño y gordo si creía a la sombra. Hacía sin duda largo tiempo que estaba muerto. Y la vida había continuado en el hotel, hasta que al mozo se le ocurrió la idea de llamarle. Había llegado allí sin sospechar nada y había muerto solo. Yo, durante ese tiempo, estaba leyendo el anuncio de mi crema de afeitar. Pasé la tarde entera en un estado difícil de describir. Estaba tendido cuan largo era, con la cabeza vacía y una angustia extraña en el corazón. Me arreglé las uñas. Conté las ranuras de las duelas. “Si puedo contar hasta mil...” A las cincuenta o sesenta, fue la catástrofe. No podía seguir contando. No oía nada de los ruidos de afuera. Una vez, sin embargo, en el pasillo, una voz contenida, una voz de mujer que decía en alemán: “Era tan bueno.” Entonces pensé desesperadamente en mi ciudad, al borde del Mediterráneo, en esas tardes de verano que me gustan tanto, muy dulces en la luz verde y llenas de mujeres jóvenes y hermosas. Desde hacía días, no había pronunciado una sola palabra y mi corazón reventaba en gritos y rebeliones contenidas. Hubiera llorado como un niño si alguien me hubiese abierto sus brazos. Hacia el final de la tarde, roto de cansancio, me puse a mirar fijamente el picaporte de mi puerta, con la cabeza hueca y repitiendo una música popular de acordeón. En este momento, no podía ir más lejos. Nada de mi país, nada de ciudad, nada de habitación, y nada de nombre, locura o conquista, humillación o inspiración, ¿iba a saber o a consumirme? Llamaron a la puerta y entraron mis amigos. Estaba salvado aún decepcionado. Creo que dije: “Me alegro de veros.” Pero estoy seguro que a eso quedaron reducidos mis deseos y que a sus ojos he seguido siendo el hombre que era cuando me dejaron.

Poco después me marché de Praga. Y, ciertamente, me he interesado por lo que vi después. Podría anotar tal hora en el cementerio gótico de Bautzen, el rojo vivo de sus geranios, y la mañana azul. Podría hablar de las largas llanuras de Silesia, implacables e ingratas. Las he atravesado al amanecer. Un vuelo pesado de pájaros pasaba, en la mañana brumosa, por encima de las tierras viscosas. También me gustó Moravia tierna y severa, sus lejanías puras, sus caminos bordeados de ciruelos de frutos agrios. Pero yo conservaba dentro de mí el atontamiento de los que han mirado demasiado en un abismo sin fondo. Llegué a Viena, y me volví a marchar al cabo de una semana, y seguía siendo prisionero de mí mismo.
Sin embargo, en el tren que me llevaba desde Viena a Venecia, esperaba algo. Era como un convaleciente a quien se ha alimentado con caldos y que piensa en lo que será la primera corteza de pan que coma. Una luz nacía. Ahora lo sé: estaba preparado para la felicidad. Hablaré solamente de los seis días que viví en una colina junto a Vicenza. Todavía estoy allí, o más bien, me vuelvo a encontrar allí a veces, y frecuentemente me es devuelto todo con un perfume de hierbabuena.
Entro en Italia. Tierra hecha para mi alma, reconozco una a una las señales de su proximidad. Son las primeras casas de tejas descascarilladas, las primeras parras plantadas junto a la pared que ha azulado el sulfato. Es la primera ropa puesta a tender en los patios, el desorden de las cosas, el desaliño de los hombres. Y el primer ciprés (tan esbelto y recto), el primer olivo, la higuera polvorienta. Plazas llenas de sombra de las pequeñas ciudades italianas, horas de mediodía en que las palomas buscan un abrigo; lentitud y pereza, el alma desgasta allí sus rebeliones. La pasión camina gradualmente hacia las lágrimas. Y después he aquí Vicenza. Aquí, los días giran sobre sí mismos, desde el despertar del día hinchado con el cacareo de las gallinas, hasta esta tarde inigualable, dulzona y tierna, sedosa tras los cipreses y medida largamente por el canto de las cigarras. Este silencio interior que me acompaña, nace de la lenta carrera que lleva la jornada hasta esta otra jornada. No tengo nada que desear más que esta habitación abierta a la llanura con sus muebles antiguos y sus encajos de ganchillo. Tengo todo el cielo sobre la cara, y me parece que puedo seguir sin cesar este girar de los días, inmóvil, girando con ellos. Respiro la única felicidad de que soy capaz —una conciencia atenta y amistosa. Todo el día estoy paseando: de la colina bajo a Vicenza o bien me adelanto campo adentro. Cada ser encontrado, cada olor de esta calle, todo me sirve de pretexto para amar sin medida. Mujeres jóvenes que vigilan una colonia de vacaciones, la trompeta de los vendedores de helados (su carrito es una góndola montada sobre ruedas, que lleva angarillas), los puestos de frutas, sandías rojas con pepitas negras, uvas relucientes y viscosas —otros tantos apoyos para quien no sabe ya estar solo(*). Pero la flauta áspera y tierna de las cigarras, el aroma de aguas y de estrellas que salen al encuentro en las noches septembrinas, los caminos olorosos entre los lentiscos y los bejucos, son otros tantos signos de amor para quien es forzosa la soledad(*). Así, pasan los días. Tras el emborracharse de las horas llenas de sol, llega la noche, en medio de la espléndida decoración que le preparan el oro del poniente y el negro de los cipreses. Ando entonces por la carretera, hacia las cigarras que se oyen a lo lejos. A medida que avanzo, una a una ponen sordina a su canto, luego se callan. Avanzo con un paso lento, impresionado por tan ardorosa belleza. Una a una, tras de mí, las cigarras hinchan su voz y luego cantan: un misterio en este cielo de donde desciende la indiferencia y la belleza. Y, con las últimas luces del día, leo en el frontón de una villa: “In magnificentia naturae, resurgit spiritus.” Hay que pararse aquí. La primera estrella ya, luego tres luces en la colina de enfrente, la noche cae de repente sin nada que la haya anunciado, un murmullo y una brisa en las zarzas tras de mí, el día ha huido, dejándome su suavidad.
Seguro que nada había cambiado. Ya no estaba solamente solo. En Praga, me ahogaba entre cuatro paredes. Aquí, estaba ante el mundo, y proyectado alrededor de mí, poblaba el universo con formas semejantes a la mía. Porque todavía no he hablado del sol. De igual manera que he tardado mucho tiempo en comprender mi entrega y mi amor por el mundo de pobreza en que ha pasado mi infancia, es ahora solamente cuando atisbo la lección del sol y de los países que me han visto nacer. Un poco antes de las doce, salía y me dirigía hacia un punto que yo conocía y que dominaba la inmensa llanura de Vicenza. El sol estaba casi en el cenit, el cielo era de un azul intenso y limpio. Toda la luz que caía resbalaba por la pendiente de las colinas, vestía a los cipreses y a los olivos, las casas blancas y los tejados rojos, con el más cálido de los ropajes, después iba a perderse en la llanura que humeaba al sol. Y cada vez, era la misma desnudez. En mí, la sombra horizontal del hombre pequeño y bajo. Y en esta llanura bajo el torbellino de sol y de polvo, en estas colinas arrasadas y sembradas de hierbas abrasadas, lo que yo tocaba con el dedo, era una forma despojada y sin atractivos de este gusto de la nada que yo llevaba en mí. Este país me llevaba al corazón de mí mismo y me ponía frente a mi angustia secreta. Pero era la angustia de Praga y no lo era. ¿Cómo explicarlo? Ciertamente, ante esta llanura italiana, poblada de árboles, de sol y de sonrisas, he percibido mejor que en otros sitios el olor de muerte y de inhumanidad que me perseguía desde hacía un mes. Sí; esta plenitud sin lágrimas, esta paz sin alegría que me llenaba, todo eso no estaba hecho más que de una conciencia muy clara de lo que no me volvía: de un renunciamiento y de un desinterés. Igual que el que va a morir y lo sabe no se interesa por la suerte de su mujer, más que en las novelas. Realiza la vocación del hombre que es la de ser egoísta, es decir desesperado. Para mí, ninguna promesa de inmortalidad en este país. ¿Qué me hacía el revivir en mi alma, y sin ojos para ver Vicenza, sin manos para tocar las uvas de Vicenza, sin piel para sentir la caricia de la noche por la carretera de Monte Berico a Villa Valmarana?
Sí; todo esto era verdad. Pero al mismo tiempo, entraba en mí con el sol algo que expresaría con dificultad. En este punto extremo de la conciencia extrema, todo se relacionaba y mi vida se presentaba como un bloque que rechazar o que aceptar. Necesitaba una grandeza. La encontré en la confrontación de mi desesperanza profunda y de la indiferencia secreta de uno de los más hermosos paisajes del mundo. De allí sacaba yo fuerzas para ser valiente y consciente a la vez. Era bastante ya para mí, de una cosa tan difícil y paradójica. Pero, quizá, he forzado ya algo de lo que entonces sentía tan justamente, tan precisamente. Por lo demás, me vuelvo frecuentemente a Praga y a los días mortales que viví allí. He vuelto a encontrar mi ciudad. A veces, únicamente, un olor agrio de pepino y de vinagre viene a despertar mi inquietud. Necesito entonces pensar en Vicenza. Pero las dos me son queridas y yo separo mal mi amor de la luz y de la vida de mi secreta entrega a la experiencia desesperada que he querido describir. Ya se ha comprendido, y yo no quiero decidirme a escoger. En las afueras de Argel, hay un pequeño cementerio con las puertas de hierro negro. Si se llega hasta el final, se descubre el valle con la bahía al fondo. Se puede soñar largo tiempo ante esta ofrenda que suspira con el mar. Pero cuando uno vuelve sobre sus pasos, se encuentra una placa: “Dolor eterno”, en una tumba abandonada. Menos mal que están los idealistas para arreglar las cosas.


(*) Es decir todo el mundo.